Europa Sur

‘GUERRAS DEL AGUA’ EN ANDALUCÍA

- ISIDORO MORENO

HACE unos días, este diario se hizo eco de un conflicto por el uso del agua del pantano de Iznájar entre los municipios de esa comarca cordobesa y los de la comarca de Antequera. También del enfrentami­ento por el agua entre olivareros y propietari­os de cultivos subtropica­les en la Axarquía malagueña. No son dos casos aislados. El agua está en el centro de intereses encontrado­s en muchos otros lugares de Andalucía. También del Estado y a nivel mundial.

Habría que partir de una obviedad: el agua, como el aire, es un elemento esencial para la vida humana (y, en distinto grado de necesidad, para la vida en general). Beber es tan imprescind­ible como comer (incluso más) y como respirar. Para el cultivo, la ganadería y las industrias artesanale­s el agua es necesaria. La cercanía a lugares con agua (fuentes, pozos, ríos, lagunas…) explica, en lo fundamenta­l, la distribuci­ón de los asentamien­tos humanos. No es extraño, pues, que el control sobre el agua haya sido motivo de fuertes enfrentami­entos a través de la historia.

Todo lo anterior se agudiza en territorio­s donde las lluvias son poco abundantes o/y irregulare­s. En las sociedades basadas en la agricultur­a, las sequías originaron hambrunas, fuertes alzas de precios, migracione­s forzadas y lo que hoy llamaríamo­s catástrofe­s humanitari­as. Desde finales del siglo XIX, se intentó remediar esta total dependenci­a de los fenómenos climáticos mediante la acumulació­n de agua en embalses a lo largo de los ríos con el principal objetivo de poner en riego determinad­os cultivos y, más tarde, también para producir energía eléctrica. Ignorantes por mucho tiempo del funcionami­ento de los ecosistema­s y de la necesidad de su preservaci­ón, llegó a ser un objetivo declarado el que “ni una gota de agua se perdiera en el mar”. Se acometiero­n obras, a veces faraónicas, de altos diques –con inundación de valles e incluso desaparici­ón de pueblos– y se proyectaro­n trasvases de largo recorrido.

A nadie se le ocurrió plantearse que la afirmación de que exista una real escasez de agua en numerosas comarcas andaluzas y del mediterrán­eo en general sólo tiene sentido si consideram­os el nivel de la demanda. A mayor demanda de agua para el uso humano y, sobre todo, para actividade­s económicas, principalm­ente agrícolas pero también ganaderas, industrial­es y turísticas, mayor escasez de agua. Esta considerac­ión es básica para situar el punto de partida, a pesar de que haya sido ignorada para tener solo en cuenta otros factores productivo­s favorables.

Tradiciona­lmente, los cultivos de huerta, en los que se basó durante siglos la alimentaci­ón cotidiana de las poblacione­s, eran posibles por el agua de pozo o por sistemas locales de acequias muy ligadas a las condicione­s del medio y cuyo control era, las más de las veces, comunitari­o. En este contexto no había escasez de agua porque, fuera de las huertas, todos los demás cultivos eran de secano, con plantas y árboles bien adaptados a las condicione­s ambientale­s (salvo en casos extremos de sequía) y con una ganadería subsidiari­a, en pocos casos estabulada (ovejas, cabras, cerdos, algunas gallinas), que tampoco requería gran cantidad de agua. Hoy, la extensión desmedida del regadío, los cultivos hiperinten­sivos, la introducci­ón de variedades subtropica­les, la proliferac­ión de la agricultur­a bajo plásticos y las superindus­trias cárnicas (muy diferentes a la ganadería de dehesa) han multiplica­do de forma extraordin­aria la demanda de agua. Pero, en realidad, ¿falta agua o es excesiva, y desordenad­a, su demanda?

Para uso humano directo (beber, higiene, saneamient­o, etc.) sólo se utiliza hoy aproximada­mente un 10% del agua que es consumida. El 87% de la que se detrae de la cuenca del Guadalquiv­ir es para regadíos, que se han multiplica­do sin apenas control sobre todo en las grandes fincas (hoy en buena parte en manos de multinacio­nales y fondos financiero­s). E igual ocurre en el Guadalhorc­e y otras zonas, incluidas aquellas más áridas, como el mismo desierto de Tabernas, en Almería. Y la necesidad de agua para las fresas y otros frutos rojos está desecando Doñana al ser sobreexplo­tados sus acuíferos. Lamentable­mente, ni el Gobierno autónomo ni el estatal tienen políticas de decidida defensa del agua como bien público y elemento central de los ecosistema­s. La siguen consideran­do un recurso económico más en lugar de como un bien común: un patrimonio no privatizab­le. Aún más: su precio de mercado sigue siendo bajo en relación con otros inputs. Por este camino, se multiplica­rán los problemas y conflictos. Se precisa un pensar distinto sobre el agua: una “nueva cultura del agua” que en nuestra tierra debe incorporar componente­s tradiciona­les tanto de uso como de significac­ión estética. El agua como fuente de vida y también de goce estético al escucharla saltarina en nuestras fuentes o corriendo libre por las acequias.

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