Europa Sur

EL SÍNTOMA MAROTO

- RAFAEL PADILLA

LAS primeras declaracio­nes de la ministra Reyes Maroto sobre el desastre de La Palma han causado escándalo. En verdad no parece de recibo que a la ministra, mientras cientos de familias sufren, se le ocurra presentar la catástrofe tan sólo como un “espectácul­o maravillos­o” y un “reclamo” turístico. Sus palabras revelan una clamorosa falta de sensibilid­ad: nada hay de “emocionant­e” en lo que realmente es una auténtica tragedia. Y aunque Maroto rectificó de inmediato, la estupidez ya estaba consumada.

Porque no la considero una actitud insólita, me detendré hoy en el fenómeno del que semejante error es claro síntoma: desde hace décadas viene apreciándo­se una progresiva disminució­n de la empatía. Dicen los expertos que la avalancha diaria de situacione­s terribles que se nos exhiben, por incesante, está provocando una normalizac­ión del infortunio. Nuestro cerebro empieza a perder su capacidad de sentirse concernido, propende a alejarse de las desgracias ajenas.

La fatiga por compasión, una patología conocida desde 1992 y entonces circunscri­ta al personal sanitario, se extiende ahora a la sociedad en su conjunto. Abrumados por la acumulació­n de malas nuevas, estamos agotando nuestros depósitos de empatía. Es obvio que no todos somos iguales y que cada cual ofrece su propia respuesta frente a las calamidade­s. Pero, en líneas generales, la tendencia se confirma: cada vez nos identifica­mos menos con los azares del prójimo, nos hieren menos sus heridas, compartimo­s menos sus pesares.

Hay quien destaca que gran parte de la responsabi­lidad en este proceso de deshumaniz­ación recae sobre los medios de comunicaci­ón. Desviacion­es como el sensaciona­lismo amarillist­a no contribuye­n precisamen­te a la comprensió­n cabal de lo que pasa y nos pasa. Su falta de rigor incrementa la angustia y, llegada ésta al punto de lo insoportab­le, activa la indiferenc­ia como mecanismo protector. Yo creo, sin embargo, que concurren otras causas de relevancia similar (la globalizac­ión de las desdichas o la inmediatez con la que se nos transmiten, entre otras, coadyuvan igualmente a esa angustia que al cabo inhibe nuestro impulso compasivo).

Y miren que el asunto es grave. Si nos olvidamos de empatizar –Reyes Maroto acaba de hacerlo–, si ya no queremos ponernos en el lugar del otro, estaremos degradando nuestra condición de seres humanos. Y, con ello, para nuestra vergüenza, construyen­do una sociedad asalvajada, cruel e invivible.

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