El espectáculo de la catástrofe
● La erupción del volcán se ofrece a la vista, atrae la atención e infunde dolor, pero también asombro
Cuando hace unos días la ministra de Industria, Comercio y Turismo, Reyes Maroto, dio prioridad a su negociado enviando un mensaje de tranquilidad a los turistas al tiempo que decía ver en los sucesos de La Palma “un reclamo” para los viajeros, muchos de los quebrantahuesos que anidan en los medios de comunicación se lanzaron en picado sobre ella. La evidente e indiscutible falta del don de la oportunidad de Maroto fue carroña más que suficiente.
La ministra no midió los tiempos, no contó hasta diez ni se lo pensó dos veces, y a sus asesores debió llegarles la ceniza volcánica a los ojos, pues no avistaron la metedura de pata, hasta el zancajo, de su jefa. Quien, por otra parte, dijo una verdad como un templo: la erupción de un volcán y el consiguiente descenso del torrente de lava laderas abajo es todo un espectáculo. Después, la ministra reculó y matizó, prácticas ambas muy habituales en España. Ya saben: no quiso decir digo, quiso decir Diego.
Paradójicamente, lo dijo alguien que pertenece al bando al que sus adversarios recriminan la imposición de la llamada “dictadura de la corrección política” y contra cuyo “nefasto buenismo” arremeten un día sí y otro también. Maroto los dejó a cuadros: tuvo la corrección política de Steve Bannon y la bondad de la señora Danvers. Lo que ocurrió fue que la ministra soltó lo que soltó en el peor momento: cuando miles de personas perdían su vida ,noenel sentido de dejar de existir, sino en el de tener que seguir haciéndolo después de que toda su existencia vivida hasta el instante mismo de la erupción del volcán quedase destruida y sepultada para siempre bajo un río de lava.
Lo que no deja de ser un espectáculo.
Por lo demás, habrá que colegir también de las sugerencias de Maroto como máxima responsable de la política turística –expresión horrenda, por otra parte– de este país que las mismas forman parte de esa turismitis o turistitis que padecen –y que se empeñan en contagiar– tantas autoridades españolas, desde un concejal de Cuenca a (obviamente) cualesquiera de los consejeros autónomos de la cosa, pasando por todos los presidentes y secretarios generales de sea lo que sea –que son legión–: de una organización empresarial, de una asociación comercial, de una cofradía de pescadores y de las otras, de una peña taurina o de un club de fútbol. Todos proclamando, brazos en alto y hucha en ristre: “Dejad que los turistas se acerquen a mí”. Pero ahora tocaba rasgarse las vestiduras por el estúpido piciazo de la ministra vendiendo como la primera touroperadora del país el espectáculo del Cumbre Vieja. Que a todos nos atrae.
Porque forma parte de la condición humana. Una escena dulce y tierna no puede competir con el sobrecogimiento y el estupor que nos produce otra espeluznante. ¿Hay algo más entrañable que una madre dando de mamar a su retoño o que una pareja de octogenarios cogidos de la mano en su paseo de cada tarde? No, pero ninguna de esas imágenes es espectacular. Contemplaremos ambas durante algunos segundos con arrobamiento, pero no nos hipnotizarán, mientras que del incendio de un bloque de pisos no apartaremos la vista, menos aún si hay personas que intentan desesperadamente huir de las llamas. En el edificio ardiendo como una tea sí tenemos un espectáculo. “Dantesco”, se dice tantas veces, pero espectáculo al fin. Y aminoramos la marcha del coche para escrutar en el amasijo de chatarra humeante en que se ha convertido otro que se ha estrellado minutos antes en la carretera (puede que haya algún cadáver dentro). Como dice Agustín Fernández Mallo en Teoría general de la basura, “la catástrofe es nuestro motor, nos excita”.
Y sí, hubo excitación general
Nos hipnotiza un edificio ardiendo, no una madre dando de mamar a su retoño
El público se aposta y saca los prismáticos y contempla las llamas destruyendo un bosque
en el derrumbamiento de las Torres Gemelas hace ya veinte años. Ver esos dos colosos de cristal, acero y y hormigón venirse abajo, con todas sus víctimas dentro, fue “deslumbrante y totalizador” –escribe Don Delillo en En las ruinas del futuro– porque esencialmente para la mayoría era algo “irreal”. Como nos lo habían parecido antes los dos aviones incrustándose en los rascacielos. Lo hemos vuelto a ver días atrás con motivo de la efeméride en una repetición del espectáculo, revisitado por todos con el mismo interés, al modo de esas grandes superproducciones que se mantienen exitosas en la cartelera de Broadway durante lustros. Seguimos quedándonos petrificados, como la primera vez.
Es muy antiguo. A los habitantes de las costas de Cádiz les pareció espectacular el resplandor que emitía, algunas millas mar adentro, la batalla naval de Trafalgar, un episodio bélico con grumetes procesados en comida para peces. Los naufragios son espectaculares. Con todos sus ahogados. Recuérdese el Titanic. El racimo de espeso humo blanco en un espléndido cielo azul que brotó de la fosfatina en la que se desintegró el transbordador Challenger –con siete astronautas dentro– tras explotar después de su despegue en Florida en enero de 1986 fue espectacular. Las inundaciones también son espectaculares, con sus riadas de lodo y fango arrastrándolo todo a su paso y condenando a la ruina a pueblos enteros. En ellos encontramos a gente afanándose en reparar los estragos causados en sus hogares y a otra fundiendo la batería del móvil haciendo fotos y grabando vídeos del espectáculo. Un tsunami es un espectáculo. Una lluvia torrencial es un espectáculo y los rayos también lo son. Un huracán es un espectáculo, como lo es un tornado. Y el público se aposta y saca los prismáticos para contemplar las llamas que destruyen hectáreas y más hectáreas de bosque.
Tan sólo hay que contar con la suerte de estar en el momento oportuno y, esto es fundamental, en la parte adecuada: la del espectador, en la platea o en el patio de butacas.
Hay algo muy español que recibe el nombre de espectáculo. Lleva un tiempo en el epicentro de la polémica. Las corridas de toros. Independientemente de que una faena merezca por parte del respetable, y de los críticos, el término “espectacular” o “mortecina”, la fiesta está considerada un espectáculo. Y puede ser gozoso –o eso dicen–, pero también trágico, muy trágico. Basta con que un toro le parta el corazón o la femoral de un pitonazo al torero, a un hombre joven en la flor de la vida. El hecho se convierte en una tragedia colectiva, pues trasciende del ruedo, salta la barrera y se expande por el tendido anegando el ánimo de todos. Así que aunque la víctima sea un individuo, protagoniza el espectáculo de un desastre total y absoluto, sí, de una catástrofe. Que, no se olvide, es un reclamo importante para turistas y viajeros que se llegan hasta estos lares y a los que previamente se hace pasar, y de qué manera, por taquilla. Ya arriba, en el graderío, asistirán al espectáculo, término del que dice el Diccionario de la RAE: “Cosa que se ofrece a la vista o a la contemplación intelectual y es capaz de atraer la atención y mover el ánimo infundiéndole deleite, asombro, DOLOR u otros afectos más o menos vivos o nobles”.
¿No nos hace eso el volcán?