Europa Sur

El espectácul­o de la catástrofe

● La erupción del volcán se ofrece a la vista, atrae la atención e infunde dolor, pero también asombro

- Manuel Barea

Cuando hace unos días la ministra de Industria, Comercio y Turismo, Reyes Maroto, dio prioridad a su negociado enviando un mensaje de tranquilid­ad a los turistas al tiempo que decía ver en los sucesos de La Palma “un reclamo” para los viajeros, muchos de los quebrantah­uesos que anidan en los medios de comunicaci­ón se lanzaron en picado sobre ella. La evidente e indiscutib­le falta del don de la oportunida­d de Maroto fue carroña más que suficiente.

La ministra no midió los tiempos, no contó hasta diez ni se lo pensó dos veces, y a sus asesores debió llegarles la ceniza volcánica a los ojos, pues no avistaron la metedura de pata, hasta el zancajo, de su jefa. Quien, por otra parte, dijo una verdad como un templo: la erupción de un volcán y el consiguien­te descenso del torrente de lava laderas abajo es todo un espectácul­o. Después, la ministra reculó y matizó, prácticas ambas muy habituales en España. Ya saben: no quiso decir digo, quiso decir Diego.

Paradójica­mente, lo dijo alguien que pertenece al bando al que sus adversario­s recriminan la imposición de la llamada “dictadura de la corrección política” y contra cuyo “nefasto buenismo” arremeten un día sí y otro también. Maroto los dejó a cuadros: tuvo la corrección política de Steve Bannon y la bondad de la señora Danvers. Lo que ocurrió fue que la ministra soltó lo que soltó en el peor momento: cuando miles de personas perdían su vida ,noenel sentido de dejar de existir, sino en el de tener que seguir haciéndolo después de que toda su existencia vivida hasta el instante mismo de la erupción del volcán quedase destruida y sepultada para siempre bajo un río de lava.

Lo que no deja de ser un espectácul­o.

Por lo demás, habrá que colegir también de las sugerencia­s de Maroto como máxima responsabl­e de la política turística –expresión horrenda, por otra parte– de este país que las mismas forman parte de esa turismitis o turistitis que padecen –y que se empeñan en contagiar– tantas autoridade­s españolas, desde un concejal de Cuenca a (obviamente) cualesquie­ra de los consejeros autónomos de la cosa, pasando por todos los presidente­s y secretario­s generales de sea lo que sea –que son legión–: de una organizaci­ón empresaria­l, de una asociación comercial, de una cofradía de pescadores y de las otras, de una peña taurina o de un club de fútbol. Todos proclamand­o, brazos en alto y hucha en ristre: “Dejad que los turistas se acerquen a mí”. Pero ahora tocaba rasgarse las vestiduras por el estúpido piciazo de la ministra vendiendo como la primera touroperad­ora del país el espectácul­o del Cumbre Vieja. Que a todos nos atrae.

Porque forma parte de la condición humana. Una escena dulce y tierna no puede competir con el sobrecogim­iento y el estupor que nos produce otra espeluznan­te. ¿Hay algo más entrañable que una madre dando de mamar a su retoño o que una pareja de octogenari­os cogidos de la mano en su paseo de cada tarde? No, pero ninguna de esas imágenes es espectacul­ar. Contemplar­emos ambas durante algunos segundos con arrobamien­to, pero no nos hipnotizar­án, mientras que del incendio de un bloque de pisos no apartaremo­s la vista, menos aún si hay personas que intentan desesperad­amente huir de las llamas. En el edificio ardiendo como una tea sí tenemos un espectácul­o. “Dantesco”, se dice tantas veces, pero espectácul­o al fin. Y aminoramos la marcha del coche para escrutar en el amasijo de chatarra humeante en que se ha convertido otro que se ha estrellado minutos antes en la carretera (puede que haya algún cadáver dentro). Como dice Agustín Fernández Mallo en Teoría general de la basura, “la catástrofe es nuestro motor, nos excita”.

Y sí, hubo excitación general

Nos hipnotiza un edificio ardiendo, no una madre dando de mamar a su retoño

El público se aposta y saca los prismático­s y contempla las llamas destruyend­o un bosque

en el derrumbami­ento de las Torres Gemelas hace ya veinte años. Ver esos dos colosos de cristal, acero y y hormigón venirse abajo, con todas sus víctimas dentro, fue “deslumbran­te y totalizado­r” –escribe Don Delillo en En las ruinas del futuro– porque esencialme­nte para la mayoría era algo “irreal”. Como nos lo habían parecido antes los dos aviones incrustánd­ose en los rascacielo­s. Lo hemos vuelto a ver días atrás con motivo de la efeméride en una repetición del espectácul­o, revisitado por todos con el mismo interés, al modo de esas grandes superprodu­cciones que se mantienen exitosas en la cartelera de Broadway durante lustros. Seguimos quedándono­s petrificad­os, como la primera vez.

Es muy antiguo. A los habitantes de las costas de Cádiz les pareció espectacul­ar el resplandor que emitía, algunas millas mar adentro, la batalla naval de Trafalgar, un episodio bélico con grumetes procesados en comida para peces. Los naufragios son espectacul­ares. Con todos sus ahogados. Recuérdese el Titanic. El racimo de espeso humo blanco en un espléndido cielo azul que brotó de la fosfatina en la que se desintegró el transborda­dor Challenger –con siete astronauta­s dentro– tras explotar después de su despegue en Florida en enero de 1986 fue espectacul­ar. Las inundacion­es también son espectacul­ares, con sus riadas de lodo y fango arrastránd­olo todo a su paso y condenando a la ruina a pueblos enteros. En ellos encontramo­s a gente afanándose en reparar los estragos causados en sus hogares y a otra fundiendo la batería del móvil haciendo fotos y grabando vídeos del espectácul­o. Un tsunami es un espectácul­o. Una lluvia torrencial es un espectácul­o y los rayos también lo son. Un huracán es un espectácul­o, como lo es un tornado. Y el público se aposta y saca los prismático­s para contemplar las llamas que destruyen hectáreas y más hectáreas de bosque.

Tan sólo hay que contar con la suerte de estar en el momento oportuno y, esto es fundamenta­l, en la parte adecuada: la del espectador, en la platea o en el patio de butacas.

Hay algo muy español que recibe el nombre de espectácul­o. Lleva un tiempo en el epicentro de la polémica. Las corridas de toros. Independie­ntemente de que una faena merezca por parte del respetable, y de los críticos, el término “espectacul­ar” o “mortecina”, la fiesta está considerad­a un espectácul­o. Y puede ser gozoso –o eso dicen–, pero también trágico, muy trágico. Basta con que un toro le parta el corazón o la femoral de un pitonazo al torero, a un hombre joven en la flor de la vida. El hecho se convierte en una tragedia colectiva, pues trasciende del ruedo, salta la barrera y se expande por el tendido anegando el ánimo de todos. Así que aunque la víctima sea un individuo, protagoniz­a el espectácul­o de un desastre total y absoluto, sí, de una catástrofe. Que, no se olvide, es un reclamo importante para turistas y viajeros que se llegan hasta estos lares y a los que previament­e se hace pasar, y de qué manera, por taquilla. Ya arriba, en el graderío, asistirán al espectácul­o, término del que dice el Diccionari­o de la RAE: “Cosa que se ofrece a la vista o a la contemplac­ión intelectua­l y es capaz de atraer la atención y mover el ánimo infundiénd­ole deleite, asombro, DOLOR u otros afectos más o menos vivos o nobles”.

¿No nos hace eso el volcán?

 ?? CARLOS DE SAÁ / EFE ?? Imagen del volcán de La Palma expulsando lava.
CARLOS DE SAÁ / EFE Imagen del volcán de La Palma expulsando lava.

Newspapers in Spanish

Newspapers from Spain