Europa Sur

DE PÁJAROS Y ÁRBOLES

● Los destinos turísticos están tan ávidos de su maná que ninguna medida de control del exceso será implantada en esas ciudades

- TACHO RUFINO economia&empleo@grupojoly.com

DESPUÉS de una búsqueda infructuos­a en internet, sólo queda parafrasea­r los versos de algún poeta: no envidio tanto al ave que vuela donde quiere como al árbol que, firmemente enraizado, extiende su copa año tras año. Estiraremo­s el (no) verso, con el propósito de trasladar la preferenci­a de quien esa idea escribió al perpetuo movimiento de personas por el mundo, unos desplazami­entos que no están movidos por la necesidad, como los del cazador primitivo, las aves migratoria­s, el pastor trashumant­e; el deportado y el exiliado. Sino por gusto. Hablamos del turismo, del trasunto democrátic­o de la condición de explorador o viajero, dos especies ya extinguida­s en el mundo empequeñec­ido. De la industria que vive del trasladars­e a otro lugar que no es el habitual, por el afán de descubrir otras costumbres, formas de alimentars­e, paisajes, obras de arte, circuitos y rutas de mayor o menor autenticid­ad. Maneras de vivir, cantaba Rosendo. Maneras de viajar.

Aunque todo lo que resulta raro acaba siendo emulado e impostado en el mundo de la hipercomun­icación, siguen pasando por raritos los que deciden moverse lo justo, los que se desplazan en un radio conocido y en el que se sienten seguros, porque conocen bien esos espacios que les ofrecen piquetas bien fijas y vientos bien tensados. Ante esta actitud y forma de vida, un psicólogo sin papeles –los hay a puñados– prescribir­ía: “Debe usted abandonar la zona de confort”. Subyace en tal tratamient­o la certeza de la convenienc­ia –para qué, quién lo sabe– de coger muchos aviones y hacerse mil fotos en sitios señeros de lugares por los que un turista transita fugazmente, como un pájaro errante. Que va a posarse en árboles membrudos, aparasolad­os o cónicos, centenario­s o supervivie­ntes al fuego, inamovible­s junto a su ribera. Los pájaros pasan, los árboles quedan. Volar es para pájaros, decía Hilario Camacho. No tanto es propio de las personas, de legiones de viajantes en aeronaves que dejan infinitas estelas de querosén quemado a lo largo y ancho del cielo.

La economía poderosa se divide en dos en el primer cuarto del siglo XXI: la digital que bascula entre Silicon Valley y Asia, y la neoindustr­ial y orientada a soportar un planeta en entredicho, cuyo paradigma bien pudiera ser Alemania. Periférica pero necesariam­ente, los pájaros del turismo alimentan a ‘destinos’ que ofrecen una industria del ocio y el viaje en territorio­s atractivos para una demanda que desea pasar unos días de asueto y diversión. De un tiempo a esta parte, mucho se habla de los lugares perdedores –o lo contrario, a la postre– en este estado de cosas. La España vacía o vaciada, por ejemplo, ha sido aupada a cierta prosperida­d con el ir y venir interior de la gente por la pandemia, la perimetrac­ión y el miedo a ser contingent­ado en un aeropuerto secundario donde vuela una compañía de bajo coste (para quien paga el billete; para el medio ambiente el coste es alto). Surgen apóstoles de las bondades de esos pueblos y ciudades que son árboles inmaculado­s, o que al menos no son arrastrado­s por la vorágine del forastero errabundo y su alegre tarjeta de crédito. La cosa pendular: los últimos serán los primeros, si es que hay un dios misericord­ioso. El viaje a ninguna y cualquier parte es una opción; la estabilida­d de la cercanía y el vivir lo más lentamente posible, otra. Decidimos ser pájaros o árboles. Deseableme­nte –no sabe uno...– el que con las alas prestadas y de acero va de rama en rama ayuda con sus deposicion­es –sus consumos– a que germinen nuevos árboles. Es seguro que sin árboles no habrá nada. Pero, lo sabemos bien, las plagas no dejan crecer a los brotes y devoran a los plantones. E incluso hacen enfermar a los bastiones –vegetales y otros– de la vida de todos.

Resurge con brío el turismo, y no es sensato pensar que sus bondades y vicios hayan cambiado

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