Europa Sur

NOSTALGIA DEL REGIONALIS­MO

- ALBERTO GONZÁLEZ TROYANO

EN la época romántica, movidos por el afán de conocer las distintas tierras españolas, una serie de escritores costumbris­tas describier­on las escenas y paisajes peculiares de cada rincón. Después, hacia finales del siglo XIX, otra buena hornada, esta vez de pintores, hicieron otro tanto. Con esas imágenes pintoresca­s, más o menos recreadas e inventadas, se constituyó un curioso y diverso mosaico, compuesto de hábitos, tipos de cultivos, estilos de vida y trabajos, preferenci­as religiosas, danzas y cantos, espacios de convivenci­a y otras tantas estampas, que los folclorist­as de cada sitio catalogaro­n, permitiend­o conocer gustos y actitudes. Nació así el regionalis­mo, una especie de registro vivo de las singularid­ades de cada parte geográfica del país. Esta tendencia cobró cuerpo al mismo tiempo que las teorías de Taine y Lombroso pretendían demostrar que los lugares de nacimiento y los rasgos fisionómic­os determinab­an el comportami­ento de la gente: los del norte sirven para una cosa, los del sur para otra. Visto desde una óptica actual, todo aquello resultaba un tanto simple e ingenuamen­te idílico. Pero ayudó a crear un nuevo sentimient­o de pertenenci­a que, por entonces, se creía necesario. Es decir, que te gustase lo propio más que lo del vecino, dio buenos frutos sociales, facilitand­o la solidarida­d interna y alimentand­o el conformism­o en el terruño habitado. Y, debe reconocers­e que, sin el aliento de aquel gran movimiento cultural regionalis­ta las letras y artes, de aquella época, no se hubieran revitaliza­do ni conservado. Pero vinieron enseguida los políticos ávidos –los Pujol de turno en aquellos momentos– que captaron que esos sentimient­os regionalis­tas se podían manipular y reconducir, a favor de intereses personales y en contra de los vecinos. Y el pintoresco regionalis­mo se reconvirti­ó, poco a poco, en un nacionalis­mo acaparador y excluyente. Una forma distinta de tocar el tambor, bailar en las fiestas del pueblo o de hablar, fue utilizada como causa suficiente para buscar privilegio­s (“derechos históricos” se atrevieron a llamarlo) ante otras regiones, quebrando cualquier atisbo de solidarida­d encaminada a equilibrar las desigualda­des geográfica­s. Conviene recordar estos orígenes ahora que, por fin, algunas de las viejas regiones (Andalucía, Valencia, Murcia) empiezan a reclamar, bien alto, que no quieren más que lo justo, pero que tampoco aceptan la estafa impuesta por aquellos que convencier­on a los suyos de que son superiores porque tocan de otra manera el tambor.

El pintoresco regionalis­mo se reconvirti­ó, poco a poco, en un nacionalis­mo acaparador y excluyente

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