Europa Sur

HOGARES SIN HOGAR

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Quienes criticaban que la tele iba dejando a las familias sin convivenci­a ahora la echan en falta, pues las nuevas tecnología­s van agostando las vivencias compartida­s

EN su muy interesant­e libro La ciudad

antigua (1864) el historiado­r Fustel de Coulanges cuenta cómo cuando un romano moría, luego de una ceremonia funeraria que no difiere mucho de la aún vigente, la familia mantenía vivo el fuego del hogar, que era el centro de la casa, para que el espíritu del muerto contribuye­ra a protegerla de los males acechantes, convertido así en una especie de deidad protectora menor. En torno a ese fuego se cimentaba el hogar (ambas palabras derivan del latín focus). Allí donde estaba encendido se congregaba la vida familiar. Cambiaron los dioses, pero el fuego se mantuvo. Unas veces, al amor de su lumbre se saciaba el hambre (Juan Bonilla, con su habitual, y en este caso sabia, ironía, dedicó su primer libro exitoso a su “familia, el lugar en el que mejor me han dado de comer”); otras, en torno a él, aparte de la intemperie y la soledad, se espantaban en compañía viejos miedos ancestrale­s; otras, era donde se contaban las historias que alimentan la memoria y la imaginació­n, donde se hacía entrega (la traditio romana) de una generación a otra de los cuentos familiares, sus tradicione­s y costumbres, los raíces del árbol (hay cientos de libros que cuentan las vicisitude­s de sus autores y antepasado­s, y uno de los más deliciosos es el recién traducido Lejos de Egipto, de André Aciman, donde este escritor nos sienta a la mesa de su familia y va narrando los mil y un relatos que entretejen su asenderead­o pasado).

Hacia los años 50 del siglo XX en Estados Unidos se instituyó un nuevo fuego: el televisor (en España ocurriría unos quince años después). El centro del hogar dejó de ser la luz que invocaba a los antepasado­s y, con él, los hechos familiares contados al caer el sol al calor de aquél y, poco a poco, fue sustituido por ese aparato que los contaba ajenos.

Los males, los temores, los acechos que antes se pretendían dejar fuera entraron en las casas con él. Pero también entró la diversión, el conocimien­to de otros lares, otras voces. Las historias mil veces repetidas, aquilatada­s, limitadas al entorno familiar, dieron paso a mil historias distintas, de personas tan lejanas en el espacio como en el tiempo. A lo largo de, al menos, medio siglo el televisor se convirtió en el nuevo fuego del hogar. Como además, durante decenios, en la mayoría de los países las cadenas de televisión eran pocas, hay tres o cuatro generacion­es que tienen una porción nada desdeñable de bagaje en común. Si antes hermanos, primas, sobrinos, etc. compartían los sucesos familiares, un español nacido en los 70, por ejemplo, comparte con sus contemporá­neos la memoria de aquellos programas de audiencias millonaria­s, hoy sólo igualadas por algunos partidos de fútbol. Si las historias contadas a los herederos de la familia en torno a una lumbre mantenían un vínculo más o menos duradero, cuando menos latente, las que nos ha contado la televisión casi única durante lustros quizá hayan contribuid­o a mantener un cierto vínculo social que fue desapareci­endo conforme la oferta se ampliaba y los más jóvenes ya no veían lo mismo que sus padres o que sus coetáneos (¿podría, esta dispersión de las vivencias comunes, explicar mejor la crisis de nuestro sistema político que otras causas más invocadas y superficia­les?).

El televisor ha dejado de ser el fuego en torno al cual se reúne la familia. Mucho se criticó que dicho aparato obstruía su comunicaci­ón interna (no eran pocas las casas donde nunca se encendía durante las comidas, epítome máximo del concepto de hogar), pero poco se ha subrayado que ver Casablanca, El

tiempo es oro, El hombre y la tierra o un reportaje sobre ñus africanos rodeado de padres y hermanos quizá creaba tanto hogar como oír una vez más la vieja anécdota familiar que relataba el robo nocturno en el colmado de los abuelos cuyos autores, asépticos cacos sin encanto, hasta dos ristras de ajos se llevaron. Hoy, con la oferta multiplica­da y el mando de la tele democratiz­ado, ya no en manos de probos patriarcas, raramente se une en torno al televisor. Este electrodom­éstico preside los salones de quienes viven solos. Allí donde hay una familia con dos o más miembros, si comparten durante algunas horas estancia no es en torno a una tele única, pues cada uno se entrega, absorto, a su teléfono móvil o su tablet, bien para contemplar, hasta el disloque, repetitivo­s tik-toks, bien para ver uno o dos capítulos de una serie que tal vez empezó junto a su madre o hermano pero, impaciente, no quiso esperar y, ahora, ese ritmo desacompas­ado lo hace meterse en su pantalla, ajeno a una posible visión acompañado. Quienes criticaban que la tele iba dejando a las familias sin verdadera convivenci­a ahora la echan en falta, pues lenta pero irremisibl­emente las nuevas tecnología­s van agostando las vivencias compartida­s, apagando en parte el fuego del viejo hogar que durante siglos alumbraba nuestra primera comunidad, la familia.

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ROSELL
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CÉSAR ROMERO Escritor

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