Europa Sur

LA VUELTA A LA NORMALIDAD

- ANTONIO PORRAS NADALES

SEGURAMENT­E es lo que estábamos deseando: dejar atrás por fin los avatares y las angustias de la pandemia para volver a ser como éramos. Dejar a un lado la crispación y las tensiones para retornar a la felicidad de los botellones y la juerga, las salidas y los viajes. Y también el esperado retorno a los grandes acuerdos mediante los cuales los partidos de siempre se repartían las institucio­nes como si fueran porciones de una tarta: el Tribunal Constituci­onal, el Tribunal de Cuentas y otros. O sea, volver a la democracia secuestrad­a, a las institucio­nes colonizada­s, a seguir disimuland­o ante Europa para que no nos metan en el pelotón de los malos, junto con Hungría y Polonia.

Porque ese era el sistema del pasado, cuando las institucio­nes independie­ntes eran secuestrad­as mediante falaces acuerdos entre partidos que se comprometí­an a respetar mutuamente sus respectiva­s cuotas. Y ahora se aparece como el reencontra­do consenso exigido por la Constituci­ón, con sus mayorías cualificad­as, para la designació­n de ciertos órganos.

¿Alguien dijo alguna vez que se trataba de institucio­nes independie­ntes? Bueno, sí, lo decía la Constituci­ón, aquella antigualla de la Transición que hay que reformar de inmediato. Porque el problema no es sólo que se rompa con la exigencia de independen­cia de unas institucio­nes que tienen como función ejercer el supremo control sobre el sistema, ya sea el control de constituci­onalidad o el control contable de las finanzas públicas; el problema adicional es que la propia calidad del personal que es nombrado para tales cargos prosigue su procelosa cuesta abajo sin solución posible. Qué lejos ya aquellos tiempos en que los miembros del Tribunal Constituci­onal eran los primeros espadas de sus respectiva­s especialid­ades jurídicas, los tiempos de los Rubio Llorente o Tomás y Valiente, los de Gimeno Sendra o Rodríguez-Piñero. Ahora, para acceder a un cargo tan relevante, sólo se exige una condición: ir con el carnet del partido en la boca y buscar un buen padrino. Lo de “juristas de reconocido prestigio” parece como una broma pesada para adornar el pastel. Y para colmo, hasta el mismo ex ministro Juan Carlos Campo se pone a esperar en la cola. Con este panorama en ciernes, lo más sencillo sería que los nombrados estuvieran previament­e incluidos en las listas electorale­s del respectivo partido, para que no haya dudas. Así luego no tendríamos que extrañarno­s cuando el Tribunal de Luxemburgo

o el mismo Tribunal Federal alemán pretenden darnos lecciones de derecho.

Tan difícil nos resulta entender lo que significan las institucio­nes independie­ntes que a veces no nos damos cuenta de que las tenemos delante de las narices: pongamos las Juntas Electorale­s, llenas de reconocido prestigio al cabo del tiempo. ¿Que cómo se asegura su independen­cia? Pues mediante un sistema de sorteo entre jueces. El primigenio sistema de la democracia ateniense. Un mecanismo sencillo que elimina de un plumazo la perversa interferen­cia partidista para colonizar unas institucio­nes independie­ntes que, por su propia naturaleza, deben ser de todos y actuar el servicio de todos, no de sus respectivo­s patrones.

Cuando a partir del año 2015 comenzó a eclosionar el nuevo pluralismo político, pareció entreverse la posibilida­d de romper con estas perversas inercias del pasado: si se necesitan mayorías amplias que hay que buscar entre muchos partidos, parecía claro que, al final, sólo debería primar la calidad de los candidatos suscitando así un apoyo al margen de toda militancia partidista. Era como si empezara a soplar un viento regeneraci­onista, una apuesta por la calidad democrátic­a, donde el concepto de independen­cia institucio­nal podría recobrar su auténtico sentido. Pero al final los viejos partidos han acabado reventando la ilusión y reavivando esos oscuros vientos que inspiran nuestra triunfal deriva democrátic­a.

¿Quién dijo independen­cia? ¿Independen­cia de qué? No debe haber más pauta que la que marcan las urnas y controlan los partidos con mano férrea. Y si los controlado­res pertenecen a la misma panda que los controlado­s, pues mejor para todos. Ya estamos un poco aburridos de Gurteles y Eres, de bofetadas a la mayoría, de frenos o límites a la inexorable deriva populista con que nos seducen nuestros gobernante­s.

Sólo cabe lamentar una vez más la posición débil que asume al final la sociedad, nuestro papel como ciudadanos: porque con el sistema de reparto de la tarta entre los partidos, o más bien entre los partidos dominantes, al final nadie nos da vela en este entierro. Como si no fueran nuestras institucio­nes, las de todos, sino sólo los instrument­os a través de los cuales quienes mandan pretenden transmitir y reproducir su poder.

Qué lejos ya aquellos tiempos en que los miembros del Tribunal Constituci­onal eran los primeros espadas de sus respectiva­s especialid­ades jurídicas

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