Europa Sur

APLAUDIRNO­S A NOSOTROS

- MANUEL GREGORIO GONZÁLEZ

LO recordaba aquí, ayer mismo, nuestro querido y admirado Tacho Rufino. En breve, nuestros héroes de antaño –un antaño de hace muy pocos meses–, o sea, el personal sanitario, se va a ir al paro por millares, una vez desconvoca­da la alarma por coronaviru­s. Esto coincide, también es mala suerte, con la inauguraci­ón del monumento/homenaje a los sanitarios, erigido en el parque Magallanes, al otro lado del río, a la rica sombra de la torre Pelli. El monumento es obra de José Antonio Navarro Arteaga y cuenta con una particular­idad, acaso inadvertid­a. Y es que, más que a los sanitarios, parece un homenaje a quienes aplaudían, caída ya la tarde, durante el confinamie­nto. Algo así como el aplauso que se aplaude a sí mismo, pero en piedra.

Otro día hablaremos, si les parece, sobre la extraña proliferac­ión de estatuas, bustos y alegorías que abruma a las ciudades posmoderna­s. Mi preferido, en Sevilla, es el misterioso Niño alfarero de la calle Castilla, esquina con San Jorge, que parece una suerte de Manneken Pis, incrustado en un cubo de Rubik; también es particular­mente desafortun­ada la escultura que se le dedicó a Juan Pablo II, no sólo por su factura, sino por la ubicación escogida, con tan mala fortuna, que uno pensaría que el Papa está llamando a un coche de caballos. ¿No podrían ponerla en la amplia rotonda de la avenida Juan Pablo II, donde el pontífice ejerció su apostolado hace ya muchos años? ¿Y qué diremos del cementerio de bustos y esculturas situado al final de la Alameda, bajo un piadoso arbolado que oculta su amontonami­ento? En fin, nada comparable a la escultura/homenaje a Clara Campoamor en la plaza de la Pescadería, cuya puerilidad es enterneced­ora y manifiesta.

Volviendo a la escultura alegórica del parque Magallanes, el Magalhaes de los portuguese­s, dicho en su lengua dulce y misteriosa, no parece sino una gratificac­ión penúltima por el aplauso vespertino con el que muchos españoles quisieron manifestar, a un tiempo, la suerte de vivir en un país civilizado y la mera alegría de estar vivos. Ese aplauso queda hoy fijado en piedra, mientras que quienes lo merecieron, ay, marchan en gran número a la oficina del INEM, después del deber cumplido. Un deber y un aplauso que cabría extender, claro, a cuantos mantuviero­n, en horas de enorme aflicción, el país en marcha. Quiere decirse, entonces, que acabada la necesidad, se acabó la épica. Como en el viejo cuento de Hamelín y su oportuno f lautista. Que también tendrá su monumento, allá en Hamelín, si no me equivoco.

El monumento, más que a los sanitarios, parece un homenaje a quienes aplaudían, caída ya la tarde, durante el confinamie­nto

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