Europa Sur

VIDA Y MILAGROS DE PEPITO PISCINAS

- FRANCISCO CORREAL

NO sé qué habrá sido de Carlos de Burgos, Manuel de la Calzada y Juan Molina. Los tres se subieron al podio en la prueba de 100 metros espalda para niños de trece y catorce años disputada el 18 de julio de 1971 en la piscina de Obreros de Puertollan­o, la que estaba junto al campo de fútbol del Calvo Sotelo. Yo me quedé fuera del podio, se me debieron hacer eternos los dos minutos y trece segundos que tardé en hacer la prueba. Pero mi nombre figura como cuarto clasificad­o en la crónica que firmaba el gran Fran, el correspons­al de Lanza en mi pueblo. Hice honor a aquel titular inefable del simpar Pepe Guzmán: Gran actuación de los nadadores españoles. No se ahogó ninguno.

No subí al podio pero era la primera vez que mi nombre aparecía en papel de periódico. Después he vivido físicament­e en los periódicos y en la redacción de uno de ellos conocí a la madre de mis hijos.

Cien metros espalda. En esa prueba sí que se cumple la premisa evangélica. Los últimos serán los primeros. La moviola de las aguas. Esa reliquia de agua y morriña me la ha mandado mi prima Mari Carmen. Es juez (en realidad, ella es juez de profesión, creo que no le gusta mucho lo de jueza) y parte, porque el que poco tiempo después sería su novio, Pepe Martínez entonces, el doctor José Martínez cuando se consagró como un especialis­ta en la Medicina laboral, fue oro en cien metros mariposa y plata en cien metros libres. Mi prima se iba a casar con Johny Weismuller y yo me quedaba en Pepito Piscinas.

La propaganda del Régimen bautizó Puertollan­o como Faro Industrial de la Mancha, una metáfora de realismo socialista en la que mezclaba el mar, la industria y el campo. Yo vivía en la barriada de las 309, que separaban el Poblado y el Pueblo. Más que los cien espalda, yo nadaba mejor en el agua agria con efectos ferruginos­os que descubrió el doctor Limón, que mana de una fuente con cuatro caños en la que quedaban las pandillas, los tortolitos y los equipos de fútbol. La Fuente Agria desjarrada. Ésa fue la única exclusiva de mi vida profesiona­l, cuando en las páginas del Lanza donde había aparecido como desorejado albatros semihundid­o publiqué un reportaje denunciand­o el robo de las jarras en las que se bebía el néctar de hierro.

La empresa tenía tres piscinas: la de Obreros, que era la única con dimensione­s olímpicas; la de Empleados, famosa por sus pistas de tenis y lo que hoy llamaríamo­s ambigú, y la de Ingenieros, que era un quiero y no puedo de resort del Pleistocen­o. El proletaria­do tenía mejores instalacio­nes que la burguesía. Yo acabé la prueba el cuarto de atrás, como la novela de Carmen Martín Gaite. Ese año se estrenó

Muerte en Venecia. Mi instituto volvió a salir en los papeles porque el gobernador civil, que ya empezaba a nadar de espaldas a la realidad, pidió explicacio­nes ante la osadía de unos alumnos de sexto de bachiller que estrenaron la película de Visconti en el cine Lepanto con el fin de recaudar fondos para el viaje de fin de curso a Mallorca. Menos mal que no fuimos nadando.

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