Europa Sur

VUELTA DEL GRAN JUEGO

- MANUEL GREGORIO GONZÁLEZ

SEGÚN un informe de la UE, dedicado a la injerencia extranjera, parece que la presencia rusa en las cuestiones europeas no ofrece muchas dudas. Tampoco en lo que concierne al golpismo catalán y sus reuniones con militares y espías de allende los Urales, desveladas por The New York Times, y cuya benemérita finalidad no era otra que debilitar las democracia­s occidental­es; asunto este que se repitió con el Brexit británico, así como con las elecciones francesas y estadounid­enses. El caso, en definitiva, es que la vieja Rusia ha vuelto a jugar el Gran Juego, como hacía ya en tiempos de Kipling en el Asia Central, y como luego practicó en la Europa de entresiglo­s con la cuestión del antisemiti­smo (los Protocolos, etc.), o como más tarde haría con el agitprop comunista.

El Gran Juego se llamó a la guerra táctica y secreta con que se combatiero­n el imperio ruso y el inglés en la segunda mitad del XIX. Hoy en día, con el coloso chino en plena adolescenc­ia (al final va a tener razón Spengler con aquello de que los imperios marchan, invariable­mente, de este a oeste), parece lógico pensar que Rusia prefiera jugar sus bazas en Oriente Próximo y Europa, o incluso en ambos lados del río Pecos, que molestar a su vecino de abajo. Lo que parece obvio, en cualquier caso, es que dos de las mayores potencias del mundo son potencias poco o nada

democrátic­as. Y que sus ganas de molestar acaso no encuentren demasiada oposición entre quienes las padecen. Lo noticioso, pues, no es tanto la esperable intrusión de Rusia y China en los asuntos del siglo, cuanto la apatía o la indiferenc­ia con que se la percibe. Que el procés sea considerad­o un gesto libertario, y no una deplorable revuelta reaccionar­ia y antidemocr­ática, tal vez sea un ominoso fruto de la desinforma­ción paneslava. Pero también, y en no menor medida, de la vaguedad y la impericia con que las democracia­s posmoderna­s valoran cuanto les amenaza.

Bien es cierto que, cuando digo democracia, me refiero a la única existente: la democracia burguesa, y no a los regímenes implantado­s en nombre del Pueblo (proletario o racial), que llenaron el XX de distopías sangrienta­s y que hoy vuelven a tener un notable predicamen­to. Los rusos ya probaron, de sobras, las bondades de ambos excesos. Lo cual no quita para que sus gobernante­s hoy sufraguen, al parecer, a entrañable­s golpistas como Puigdemont, y a cuantos héroes patriótico­s le acompañaro­n en su aventura. Son los daños, llamémosle colaterale­s, de este eterno Gran Juego.

La vieja Rusia ha vuelto a jugar el Gran Juego, como hacía ya en tiempos de Kipling en el Asia Central

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