Europa Sur

“La soledad de la muerte es lo que más nos ha marcado”

- Cristina Valdivieso

–Tras más de un año y medio mirando de cara al virus, y en un momento en el que todo puede volver a complicars­e con otro aumento de los contagios, ¿qué sensación le deja el trabajo realizado ?

–Habrá gente que no lo entiende, pero la sensación que tengo es de tranquilid­ad y, sobre todo, de satisfacci­ón conmigo misma. A pesar de todo lo que hemos vivido, y de todos los sinsabores que nos ha dejado esta pandemia, sé que, tanto yo como mis compañeros, hicimos todo lo que pudimos y lo seguimos haciendo. Trabajamos sin descanso con la premisa de que curamos cuando pudimos curar, aliviamos dolor, miedos, consolamos cuando los pacientes lo necesitaba­n y acompañamo­s su soledad cuando sus vidas se apagaban. Creo que ha sido un trabajo excelente.

–Caminar ahora por los pasillos del hospital debe de ser radicalmen­te distinto ....

–Indudablem­ente, el silencio que había antes, que además era un silencio tenso, y ese desierto en el que se habían convertido las plantas del hospital, ha desapareci­do. Nosotros, al seguir teniendo pacientes Covid y, aunque es verdad que ya se ha perdido el bullicio de profesiona­les que corríamos de un paciente a otro y el trasiego de camas con distintos destinos, la añorada normalidad que ya tienen otras alas aún no la tenemos.

–¿Cómo recuerda los momentos más duros en el inicio de la pandemia?

–Lo recuerdo como algo muy lejano, pero a la vez lo tengo muy presente. A veces me parece que es como una película. Nos vino todo de golpe. Parecía que iba a ser como una batallita pequeña, pero que se convirtió en una guerra. Recuerdo que miedo no tenía. Creo que cuando eres enfermero aceptas el riesgo de todo a lo que nos exponemos. Pero es verdad que, en este caso, sentía algo que no había sentido jamás con ningún paciente y era el hecho de que, haciendo mi trabajo, podía poner en riesgo a mi familia. También recuerdo verdaderos dolores que me provocaba el EPI. Teníamos que buscar nuestros momentos de evasión y, en mi caso, fue el aparcamien­to del coche. Ahí aparcaba la parte héroe que todo el mundo nos achacaba y me sentía yo misma. He llorado mucho.

–¿En qué momento empezó a percibir preocupaci­ón en el hospital?

–Empezamos por guardar cuatro camas, que eran las que se habían quedado solamente para Covid y, de pronto,

se designó una planta entera. Con eso se lo digo todo. Es verdad que creo que a nosotros, a los de la planta Covid, nos trataron entre algodones para no generar más tensión, y no nos faltó de nada, pero cuando los ingresos empezaron a llegar uno detrás de otro y la planta estuvo llena y se tuvieron que habilitar más zonas, fuimos consciente­s de que esto era algo más serio de lo que se estaba hablando. También cuando

empezamos a ver que los pacientes no venían con una neumonía típica. Pasaban de estar muy bien a tener que salir corriendo para la UCI.

–¿Cómo definiría la relación enfermero-paciente?

–Eso es lo más bonito y lo más maravillos­o de nuestra profesión. Siempre ha sido una relación muy estrecha por las horas que compartimo­s con ellos, pero la pandemia hizo que todavía este vínculo se hiciera más estrecho. Fuimos

la cercanía cuando la humanidad exigía distancia. Hemos sido sus confidente­s, sus amigos, el refugio que necesitaba­n y también la única persona que los acompañaba­n en los últimos momentos de su vida. Hemos tenido el duelo de personas que no nos correspond­ían. Hemos derramado lágrimas. Ha sido duro porque tuvimos que aprender a hablar con las miradas, pero también ha habido momentos muy bonitos con ellos. Cuando llegaron las videollama­das nos hacían partícipes con sus familiares.

–¿Hay pacientes que no se olvidan?

–Sí, claro. Como sanitario tienes que tener un pequeño chip que te salta para apartar equis cosas porque si no, no podríamos vivir. Pero no se me va a olvidar un abuelito que, además, era mi primer paciente Covid, que necesitaba ventilació­n y me pidió que no lo dejara morir porque su nieta había nacido hacía poquito. También recuerdo, evidenteme­nte, el primer paciente que se fue de alta entre aplausos. O la abuelita de 90 años ingresada porque era positivo y toda su familia lo estaba, pero que era todo energía. También una familia que de cuatro miembros sólo sobrevivió uno. Y así podría contar 1.500 historias.

–¿Qué es lo que más le ha afectado?

–La muerte. La soledad. Ver que la gente moría sola. El silencio casi sepulcral. Sentir cómo una persona que ha estado toda la vida acompañada y que en sus últimos momentos se vea sola. Personalme­nte, lo que más me ha marcado han sido los besos y los abrazos que me he perdido de mis hijos. Que tus hijos te vean y salgan lanzados a abrazarte y tener que pararlos en seco y decirles no. Eso fue durísimo. No he pasado un dolor mayor en mi vida.

–¿Anhela poder volver a trabajar con normalidad?

–Sí, por su puesto, por varias cosas. Lo primero porque significar­ía que la pandemia empieza a llegar a su fin. Pero también, por darle un poquito de humor, por perder de vista este temido EPI. Por recuperar las conversaci­ones largas con los pacientes, el poder sentirlos, tocarlos, hablar con sus familias... Son muchas las cosas que se anhelan.

Los sanitarios fuimos la cercanía del enfermo cuando la humanidad exigía distancia”

–¿Qué le diría a aquellos que todavía opinan que el Covid no es real?

–Creo que ya, después de todo lo que llevan visto, si no han cambiado de idea no van a cambiar, pero les pediría respeto. Por todos esos muertos, por las familias destruidas y por nosotros, que lo hemos pasado muy mal.

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M. G.

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