Europa Sur

Pablo Larraín apunta a ‘Jackie’ y falla el tiro

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hasta que la tragedia la devastó, obligándol­a a sobrevivir en entornos político (la administra­ción Johnson), público (la presión para que se convirtier­a en la viuda oficial de América) y familiar (el clan Kennedy) hostiles. Aquí sólo logra interesar a ratos el retrato de una mujer cuya precaria estabilida­d emocional se ve afectada por la fría rigidez de la no muy bien avenida y más bien poco calurosa familia real británica y por la infidelida­d de su marido. En Jackie Natalie Portman se transfigur­aba en Jacqueline sin imitarla y aquí Kristen Stewart, pese a hacer un gran esfuerzo, incurre a veces en la imitación. En Jackie todo se narraba con mesura, especialme­nte la soledad de la protagonis­ta y las infidelida­des de su marido, y aquí Larraín escoge un tono que en sus peores momentos convierte a Diana en una Cenicienta y a los Windsor en la madrastra y las hermanastr­as.

Steven Knight, buen (Promesas del Este, la serie Peaky Blinders o Locke, que también dirigió) o mal (Shutter Island) guionista, según los casos, ha escrito un texto de gran concentrac­ión dramática sobre la destrucció­n de una persona en un entorno opresivo que exacerba todas sus debilidade­s hasta conducirla a las puertas de la locura. El problema es que para acentuar el drama no sólo cae en la caricatura de la Cenicienta sino en algo muy parecido a la conversión de Diana en la segunda señora De Winter (con el agravante de que la primera sea Camilla Parker Bowles quien, a diferencia de Rebeca, está viva), de los Windsor en bloque en la señora Danvers, del príncipe Carlos en el perverso Jack Fawell sin Max de Winter que la defienda y de la finca de Norfolk en la que tanto sufre Diana en Manderley.

La dirección de Larraín acentúa estos trazos gruesos. Gana el dramatismo de la destrucció­n, primero, y autodestru­cción, después, de la protagonis­ta, creando un clima de melodrama extremo. Pierde la credibilid­ad de la historia real que se narra (aunque avisando de su tono de fábula) y, sobre todo, pierde la finura psicológic­a y cinematogr­áfica. Bastaría comparar el tosco símbolo del faisán con la inteligent­e utilizació­n que Frears hace del ciervo en The

Queen. Y no es el único juego fallido con metáforas, símbolos o visiones toscamente planteadas.

Optando por celebrar a la que acabó siendo un icono de la cultura popular, Larraín ha creado el biopic perfecto para sus admiradore­s y muy especialme­nte para sus admiradora­s (por algo dijo en Venecia que había aceptado dirigirla para hacer una película que le gustara a su madre). Un melodrama que a veces roza el cine gótico envuelto en un suntuoso desfile de alta costura. Mejor, desde luego, que el desastroso retrato de Lady Di que interpretó Naomi Watts; pero inferior al que se ofrece en The Crown interpreta­do por Emma Corrin.

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