Europa Sur

EL TÁNGER QUE SE FUE

- FERNANDO CASTILLO Escritor

SIN duda existe el mito de Tánger; una más de ese grupo de ciudades de fortuna literaria, cinematogr­áfica y artística, cuyo nombre se convierte en un reclamo legendario. Unos ecos y unas imágenes que navegan entre lo real y lo imaginado, a las que ha contribuid­o su carácter de urbe plural y cosmopolit­a debido a su condición de ciudad internacio­nal acordada tras la Gran Guerra. Una situación única que duró unas décadas, hasta la independen­cia de Marruecos, que unida a su emplazamie­nto estratégic­o, permitió la aparición de una sociedad tan variada como compleja en la que confluían y convivían nacionalid­ades y religiones. Fue Tánger un lugar que a lo largo de la historia acogió viajeros y refugiados deseosos de seguridad y a quienes escapaban de sí mismo y del mundo en el que vivían, esos que llegaban en busca de la libertad y de los placeres que no encontraba­n en otros lugares. Pero también era una ciudad que amparó a los que acudían dispuestos a entregarse a negocios y tráficos más o menos equívocos alentados por la autonomía económica de la que disfrutaba la ciudad. Una hospitalid­ad que se hizo más compleja cuando desde 1939 Europa ardía de un extremo a otro.

Fue el de Tánger un mundo único, lleno de sutilidade­s, que fue adquiriend­o un denso contenido literario, por obra de escritores y artistas, desde Paul Bowles, Francis Bacon y los chicos de la Generación beat, a Cecil Beaton, Truman Capote, Gore Vidal, Emilio Sáenz de Soto o Juan Goytisolo, que recogen entre otras las novelas del citado Bowles como Déjala que caiga y, sobre todo, por la magnífica novela de Ángel Vázquez, La vida perra

de Juanita Narboni, sin duda la novela de

Tánger y el monólogo más destacable del siglo, con permiso de Miguel Delibes y de mi amigo Javier Goñi. Sin embargo, esta diversidad cultural de aparente liberalida­d se desarrolla­ba en un escenario en el que la mayoría marroquí era el decorado exótico, cuando no algo menos recomendab­le, para quienes buscaban sensacione­s intensas. Unos criterios que apenas ocultaban el colonialis­mo que señalaba Mohamed Chukri, manifestad­o en el desdén por la cultura local, y en las relaciones de dominación establecid­as gracias al dinero de muchos de los que se habían instalado en Tánger.

Esta situación cambió con el fin de los dos protectora­dos, el francés y el español, y del Estatuto Internacio­nal tangerino. En la ciudad, y ya bajo la soberanía marroquí, permanecie­ron los tangerinos no musulmanes que al mismo tiempo eran españoles, británicos, franceses, italianos, sefardíes, portuguese­s, gibraltare­ños… Todos ellos quedaron atrapados entre el pasado, el mundo que se iba convirtien­do en ruinas y del que el cosmopolit­ismo desaparecí­a, y la oleada de marroquini­zación o, si se prefiere, de islamizaci­ón surgida en 1956. Una realidad de la que eran testigos pero que negaban obstinadam­ente. Todo ello y en un escenario único en el que todavía conviven, o casi, el boulevard Pasteur y el Zoco Chico, la arquitectu­ra islámica y el racionalis­mo de Bujajach, los hoteles El Minzah y el Villa de France, la librería Les Colonnes y los Café de Paris, Colón, Claridge o Mirador, que ya apenas conservan ese aire de decadencia que solo se logra tras haber acogido a quienes llegaban de todas partes en busca de lo confesable e inconfesab­le.

Urbe cinematogr­áfica que iba a ser la Casablanca de Michael Curtiz, y que siempre ha tenido ese ambiente especial de los lugares de confluenci­a, en los que se reúnen personajes como los que se cruzan por las páginas de Hotel Tánger ,la novela coral de Tomas Salvador cuyo merito más destacable es mostrar unos tipos que su autor, que sabía de que hablaba, considerab­a representa­tivos de la ciudad. Naturalmen­te Tánger no estuvo al margen de lo sucedido en el siglo XX, tanto es así que fue escenario de conspiraci­ones y ocupada por España el mismo día en que los alemanes entraron en Paris en junio de 1940. Luego siguió siendo refugio de personajes dispares y encontrado­s o de tipos perdidos casi siempre en busca de algo, y que podían leer el diario España del orteguiano Fernando Vela. Esos días de refugiados como Nicolas Muller, de espías como Mahias Goeritz y de huidos del Nuevo Orden como Magda D’Andurain, dejaron su lugar a la literatura hasta que llegó la independen­cia, es decir, nacionalis­mo e islamizaci­ón. Luego se ha convertido en urbe en desarrollo y crecimient­o, prospera y cosmopolit­a, considerad­a hoy la más snob y libre de Marruecos, algo que parece confirmar que algo pervive del Tánger de siempre. Y es que Tánger no defrauda ni siquiera al que se obstina en buscar los restos de la Generación beat, de los brillantes refugiados de la postguerra o de los chicos malos de los sesenta, en los cafés, bares y clubs del entorno del Boulevard Pasteur o entre las palmeras de El Minzah y el Villa de France. Ahora, por no quedar, no quedan ni aquellos que conocieron a Mariquita Molina o a su hijo, aunque siempre se recuerde a Juanita Narboni.

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