Europa Sur

LA UNIDAD DEL CONOCIMIEN­TO

- ESTEBAN FERNÁNDEZH­INOJOSA

HACE millones de años que el sol caldea el planeta. En esa edad remota, una lluvia cae durante siglos sin interrupci­ón e inunda la mayor parte de la superficie terrestre. Se forma un anchuroso océano primitivo cuyas olas gigantesca­s golpean rocas negruzcas y siniestras. La radiación ultraviole­ta desencaden­a tormentas formidable­s que agitan, sin descanso, las primeras moléculas del fondo marino. Y en el corazón de ese caos las moléculas acaban unidas para formar estructura­s estables y ref lejar un orden nuevo. En ese estadio surge un milagro: una veintena de aminoácido­s comienza a flotar en la superficie de la marea. Se trata de los primeros ladrillos que forman el material de la vida. La genealogía del ser vivo ha comenzado. Desde ahí llevamos en la sangre la misma proporción de sal que la del primer océano, y en el inconscien­te una memoria que nos vincula al origen del universo. Teilhard de Chardin pensaba que hasta la más ínfima partícula es portadora de cierto grado de conciencia. Cada organismo guarda el rastro mineral de la Tierra primitiva. Así las cosas, ¿qué diferencia sutil separa el reino mineral del orgánico? Me formulo la misma pregunta cada vez que observo, en aparente caos, el desfile de hormigas del alféizar de piedra ostionera de mi estudio. Hasta donde sé, piedra y hormiga son idénticas en el nivel de las partículas elementale­s. Aparece una leve diferencia en la naturaleza de sus átomos, pero en la escala molecular esa diferencia es mayor, y no digamos en la de las macromoléc­ulas, donde la hormiga muestra un orden y estructura infinitame­nte superior a la porosa roca.

En su reciente libro ¿Qué es la conciencia?, Juan Arana dice que “el secreto de la conciencia –si es que lo hay– parece desvanecer­se a medida que estrechamo­s el cerco en torno a él”. Lo mismo cabría decir del secreto de la vida. Si lo que marca la diferencia de fondo entre el reino animal y mineral es la riqueza de informació­n, el origen de ésta se nos acaba escapando como el agua entre las manos. Desde la ciencia y la filosofía hay quien piensa que la vida surgió por azar hace cuatro mil millones de años en la resaca del océano primitivo. Pero no parece razonable seguir apelando a las leyes de la evolución de Darwin, y a la cabida que dan al azar, cuando la probabilid­ad de que la suerte genere una molécula de ARN tiende a cero, toda vez que, para multiplica­r a tientas sus ensayos, la naturaleza necesita un tiempo cien mil veces superior a la edad del universo. Casi ninguna señal sugiere que la vida y el mundo sean un accidente del azar, que estamos aquí porque un buen día un par de dados cósmicos cayeron del lado acertado. Y si el azar no parece construir el orden que conocemos, ¿qué lo produce? ¿Cómo encajar la verdad de los cálculos de probabilid­ad con una materia viva meticulosa­mente ordenada y regulada? Sorprende que mientras el universo físico se dirige al desorden, a una creciente entropía y a un lento proceso de desmateria­lización, la vida, a contracorr­iente, siga la estela del orden.

A la ciencia se le vuelve evidente un código cósmico oculto que descompone el universo en materia, energía e informació­n. Puede que materia, espíritu y conciencia sean elementos de una misma totalidad que, a su vez, se radican en cada una de las partes. Los poetas sabían que es posible sostener el infinito en la palma de la mano. A un siglo del nacimiento de la nueva física se va descifrand­o ese código del universo; los físicos sospechan el secreto escondido en abstracta elegancia; en él la materia es insignific­ante, la sustancia de lo real no más que una nube de probabilid­ades, de humo matemático. También los griegos intuyeron, detrás del rostro de lo real, algo que llamaron logos, un elemento racional e inteligent­e que regula y anima el cosmos y posee creativida­d para generar orden en medio del caos. Si la realidad es temporal y nada se vislumbra antes de su principio ni después de su fin, las cuentas no cuadran sin una causa que trascienda el espacio y el tiempo. Las evidencias sobre lo real sugieren con fuerza la existencia de esa entidad. Los físicos saben que si las grandes constantes que regulan el universo presentara­n valores matemático­s diferentes, de éste sólo cabría esperar un caótico torbellino de átomos. Pero la precisión de sus ecuaciones remite de nuevo a una causa fuera del mundo. Si cada año nuestra tradición anuncia la llegada de la Navidad, la epopeya cósmica que evoca la encarnació­n del Dios escondido, quizá la tarea del animal consciente, de ese que vela y entierra a sus difuntos, sea encontrar un sentido al mundo y a la muerte. Pero ante el misterio supremo –siempre inexplicab­le– sólo cabe que ciencia y meditación filosófica sellen la alianza que nunca debió profanarse.

No parece razonable seguir apelando a las leyes de la evolución y a la cabida que dan al azar cuando la probabilid­ad de que la suerte genere una molécula de ARN tiende a cero

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