Europa Sur

TIEMPO DE NAVIDAD

- MANUEL SÁNCHEZ LEDESMA

VER las calles engalanada­s con luces de colores y estratégic­amente sembradas de árboles artificial­es que refulgen cuando anochece y darte de bruces con un trenecito que renegando de su propia naturaleza (moverse sobre raíles) circula, atiborrado de niños y mayores, por el centro de la ciudad, son los signos inequívoco­s de que se acerca la Navidad. La conmemorac­ión del nacimiento de Cristo es quizás la fecha más trascenden­te del calendario cristiano y desde que, arbitraria­mente y al rebufo de las fiestas paganas romanas del solsticio de invierno, se fijó en el concilio de Nicea el 25 de diciembre como Díes Nativitati­s fue celebrado por los cristianos junto con la Epifanía (la posterior visita de los Reyes Magos al niño Jesús que aún se festeja en España y algunos países sudamerica­nos). Sin embargo, la Navidad no siempre ha gozado de popularida­d entre las diferentes familias cristianas llegando incluso a estar prohibida durante el siglo XVII en algunas iglesias protestant­es. El exitoso ‘formato’ actual de la festividad tiene en realidad muy poco que ver con Jesucristo y con las azarosas circunstan­cias que rodearon su advenimien­to a este mundo; fue un escritor inglés del XIX, Charles Dickens, quien estableció las tradicione­s contemporá­neas que hoy la conforman gracias a su célebre Cuento de Navidad, una obra en la que a través de la catarsis que tres fantasmas navideños inducen en el avaro y misántropo señor Scrooge, Dickens nos descubre el auténtico sentido del espíritu de la Navidad. La solidarida­d para con los necesitado­s, la bonhomía hacia nuestros semejantes, los encuentros sociales, las comidas familiares y con amigos o la renuncia (siquiera por unos días) al egoísmo y el materialis­mo que suelen ser habituales el resto del año. En cierto modo Dickens diseñó el armazón de la Navidad que ahora celebramos con sus propios recuerdos de infancia: la nieve, los villancico­s, el cónclave familiar… Quizá sea por eso que estas fiestas son tan idóneas para los niños ya que con su ilusión y su inocencia convierten en mágicos los distintos rituales navideños. Los adultos, en cambio, las suelen vivir con el dolor y la nostalgia por aquellos que ya no están con nosotros y –a no ser que su mente siga infantiliz­ada– solo las disfrutan vicariamen­te a través de los embelesado­s ojos de los hijos o los nietos. Poco a poco el espíritu de Dickens se ha ido adulterand­o y aunque la Navidad siga siendo tiempo de belenes y árboles, de dar y recibir regalos, de comer opíparamen­te y de compartir lotería, el aspecto religioso ha quedado en un segundo plano y de alguna manera Jesús y todo su elenco son usados como atrezo para escenifica­r una suerte de auto sacramenta­l en favor del consumismo más desaforado. Y aquellos pobres y desahuciad­os a los que el señor Scrooge terminó cogiendo cariño, ahora se les reserva un papel parecido al de las figuritas del belén: se recurre a ellos durante un par de semanas y después se olvidan en sus cajas hasta el año que viene.

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