Regreso inútil a un clásico: nada se gana, mucho se pierde
Crítica de Cine WEST SIDE STORY ★★★★★
Musical, EEUU, 2021, 156 min. Dirección: Steven Spielberg. Guion: Tony Kushner. Libreto: Arthur Laurents. Musical: Jerome Robbins. Música: Leonard Bernstein. Fotografía: Janusz Kaminski. Intérpretes: Rachel Zegler, Ansel Elgort, David Alvarez, Ariana DeBose, Rita Moreno, Mike Faist, Josh Andrés Rivera, Corey Stoll. Cines: Odeón.
Un viaje inútil a dos obras maestras –la comedia musical de 1957 y su adaptación cinematográfica de 1961– que no aporta nada y mucho resta a causa, fundamentalmente, de tres errores. El primero es la pésima coreografía de Justin Peck, muy apreciado por sus trabajos con el New York City Ballet y triunfador en Broadway por sus coreografías para el clásico Carousel de Rodgers & Hammerstein, pero totalmente falto de inspiración en esta película sobre la que se proyecta, inevitablemente, la gigantesca sombra del genial Jerome Robbins, director y coreógrafo del estreno de esta tragedia musical en 1957 y co-director con Robert Wise de la película de 1961. Un ballet, una comedia musical o una ópera pueden coreografiarse de nuevo, naturalmente, pero para aportar algo innovador. Con West Side Stor y
Robbins y Bernstein revolucionaron tanto la coreografía como la dramaturgia y la música del musical con un impacto no conocido en Broadway desde los estrenos de Show Boat de Kern y Hammerstein II en 1927 –el primer musical que unía música, danza, tragedia y denuncia social– y de
Oklahoma de Rodgers y Hammerstein II en 1943, igualmente innovador en su fusión de música, baile y drama. Nunca se había visto bailar así uniendo la danza clásica y la contemporánea, integrando con tan absoluta naturalidad, sin transiciones, los bailables y los cantables con las partes dialogadas. Justin Peck no sólo no supera o siquiera iguala la fuerza, originalidad y naturalidad de las coreografías de Robbins, sino que las desarraiga del desarrollo de la acción, las empobrece y las trivializa. Timorato en su afán por encontrar una naturalidad que nunca halla, grosero cuando quiere ser espectacular y cursi cuando quiere ser delicado, fracasa en todos los números y especialmente en las cumbres más exigentes: el prólogo en las calles, el baile en el gimnasio, América (un acierto, quizás, llevarla a las calles, pero reventado precisamente por la coreografía), Cool o el Quinteto.
El segundo error es la orquestación de David Newman y la dirección musical de Gustavo Dudamel. Una ópera o un drama musical pueden representarse con las libertades que cada director escénico quiera tomarse, pero la partitura nunca se toca. Y si en alguna ocasión se hace –recuerdo el Carmen Jones afroamericano con orquestaciones de Robert Russell Bennet o el Porgy and Bess de Armstrong y Fitzgerald con orquestaciones de Russell García– lo exigible es la creatividad, el riesgo, la innovación que aporten algo. Newman y Dudamel empobrecen, sin aportar nada inventivo, las espléndidas orquestaciones originales de la versión teatral y cinematográfica hechas por el propio Leonard Bernstein, Irwin Kostal, Johnny Green y Sid Ramin, revisada por Bernstein en 1985 para la grabación discográfica de la versión interpretada por José Carreras, Tatiana Troyanos y Kiri Te Kanawa. Habiendo confiado siempre, salvo en tres casos, en John Williams, que domina por igual la música sinfónica y el jazz y debió su primera fama a sus soberbias orquestaciones para los musicales El violinista en el tejado (por la que obtuvo su primer Oscar) o Goodbye Mr. Chips, es un enigma por qué ha elegido al mediocre David Newman. La elección de Dudamel, quizás, se debe a la idea de latinizar la banda sonora (lo que parece una broma visto el mamarracho en el que convierte el mambo del baile en el gimnasio).
El tercer error –he empezado por la coreografía y la música por tratarse de un musical– es el guión de Tony Kushner, que ya trabajó con Spielberg en Munich y Lincoln. Un buen escritor y guionista que aquí carga de diálogos explicativos la película hasta el punto de que parece West Side Story reescrita para tontos que necesitan que les repitan las cosas para entenderlas. En la película de Robbins y Wise –lo siento, pero el precedente aplasta y asfixia este innecesario remake– se hablaba poco y se bailaba y cantaba mucho; un gesto o una mirada bastaba para comprender el drama racial (la mirada de Rita Moreno en la tienda de Doc), una coreografía hacía estallar la rabia de los portorriqueños (Chakiris golpeando el muro y expresando su furia bailando tras su primer encuentro con los Jets) o la desesperada frustración de los Jets (Tucker Smith dirigiendo el Cool cantado y bailado en un aparcamiento). El guión de Kushner parece no confiar tanto en la coreografía y la música (o quizás en la inteligencia de los espectadores) e incurre en un verbalismo didáctico muy elemental que, además, resta naturalidad a la transición de las partes habladas a las cantadas.
Tras estos tres errores está Spielberg, naturalmente, que los ha elegido a ellos y un casting en el que, buscando la naturalidad, cae en la sosería inexpresiva de Ansel Elgort (Tony), Rachel Zegler (María, algo mejor) y David Álvarez (Bernardo). Solo destaca Ariana DeBose como Anita. Los personajes secundarios están tan mal interpretados (o mal tratados por el director) que los miembros de los Jets y los Sharks que tenían rostros y personalidades muy acentuadas en la película de Wise y Robbins aquí son un coro inidentificable.
Poco dotado para la tragedia (con pocas excepciones como La lista de Schindler, las secuencias del personaje de Christopher Walken en Atrápame si puedes o las de Meryl Streep en The Post), y menos para el musical (como demuestra el fallido homenaje a Busby Berkeley que abre Indiana Jones y el templo maldito), Spielberg se muestra plano y soso cuando quiere ser natural, efectista cuando quiere impactar (el uso de la luz y del plano cenital en el duelo) y cursi cuando quiere ser romántico (One Hand, One Heart en la capilla del convento). Hay alguna buena idea, como la del inicio con un vuelo a ras de tierra sobre las ruinas del barrio destruido que da la vuelta al vuelo sobre Nueva York que abría la película del 61 (aunque se echa de menos la genialidad abstracta de Saul Bass en la obertura), se agradece que recupere el scherzo de las Danzas Sinfónicas de West Side Story en la escena de María en su dormitorio y desde luego que aparezca la grandísima Rita Moreno (Anita en la película del 61) interpretando a la viuda del tendero Doc. Pero poco más hay que agradecer y mucho que reprochar.