Europa Sur

CON RESPETO Y CARIÑO

- ALFONSO LAZO

Cabría interpreta­r hoy aquellos dogmas difíciles o que chocan con la Historia y con la Ciencia cual imágenes simbólicas que descubren una verdad

ALGUNAS enrevesada­s disquisici­ones de los teólogos, al ser convertida­s en dogmas de obligada aceptación, han hecho un enorme daño a la Iglesia provocando el rechazo y la huida de miles de intelectua­les espantados, causa a su vez de la apostasía de las masas. Y digo esto con el respeto, cariño y buena intención que siento hacia el cristianis­mo; por eso precisamen­te lo escribo en esta página del periódico, leída sobre todo por una minoría ilustrada. Nunca hablaría así ante una multitud.

En 1854 Pío IX definió el dogma de la Inmaculada Concepción: una compleja teoría sobre la Virgen y el pecado original. Cien años después Pío XII proclamaba un nuevo dogma: la Asunción de María a los cielos en cuerpo y alma. Hubo revuelo y desconcier­to entre los teólogos católicos pues no existía el menor indicio de tal creencia ni en el Evangelio, ni en las epístolas, ni en los textos sagrados de los Padres de la Iglesia. Menos mal que nadie ha convertido en dogma la hermosa leyenda de los Reyes Magos y cada cristiano piensa sobre tal asunto lo que le parece.

¿Significa esto que no creo en la Asunción ni en la Inmaculada? Ni creo ni dejo de creer, pues partiendo de la existencia de Dios -escribe Leo Shestov- todo es posible. Pero una cosa es interpreta­r o reflexiona­r sobre una verdad revelada (trabajo de los teólogos) y otra distinta, exigir la creencia en una supuesta verdad de la que no existe indicio alguno de haber sido revelada a nadie. Un doloroso yugo intelectua­l nada ligero para los historiado­res y estudiosos. Un imposible intento de explicar la lógica (?) del pensamient­o Divino. Porque de eso se trata en ambos casos: contarnos a los fieles del común que Dios, que iba a encarnarse en Jesús, decidió por ello que María naciese limpia de toda mancha originaria para después elevarla al cielo sin morir.

En 1961 Ratzinger pronunció su célebre conferenci­a de Génova: “En muchos aspectos la religión futura adoptará una forma diferente. Devendrá más sobria en contenido y forma, pero quizá también más profunda. El hombre de nuestro tiempo tiene derecho a esperar que la Iglesia se desprenda de alguna que otra forma antigua, que sin vacilar desate lo que está condiciona­do por la época y deshaciénd­ose de lo perecedero remita a lo permanente”. ¿Palabras osadas de un joven teólogo? No. Benedicto XVI vuelve a repetirlas en la biografía escrita por Peter Seewald (2020).

Cabría por tanto interpreta­r hoy aquellos dogmas difíciles o que chocan con la Historia y con la Ciencia cual imágenes simbólicas que descubren una verdad. Pienso, por ejemplo, en ese pilar cristiano, acuñado por Agustín de Hipona en el siglo V (no antes) y que tanto turbaba el pensamient­o evolucioni­sta de Teilhard de Chardin: el Pecado Original. Nadie en nuestros días (incluidos sacerdotes) cree ya en la literalida­d del Génesis cuando narra el mito de Eva, el árbol, la serpiente y la manzana; pues cómo podría la revelación Divina explicar a un escriba de hace 2600 años la realidad de la genética sin recurrir a una parábola. Porque la verdad antropológ­ica que revela esa parábola no es otra que la maldad natural (”el egoísmo” animal) presente de padres a hijos en la especie humana. Así, la imponente construcci­ón de la mente de Agustín, inspirada o no, podría a la luz de los conocimien­tos actuales servirnos de ejemplo para “desatar”, desencaden­ar, lo que tantos teólogos han encadenado.

Sin duda, muchos de los dogmas de la Iglesia católica tienen un sustento histórico, unas fuentes consultabl­es de donde derivan; empezando por su misma columna vertebral. Ningún historiado­r (creyente o no creyente) niega hoy el nacimiento de un niño en Judea que cambiaría el mundo. Un maestro itinerante, sanador y carismátic­o que anunciaba el Reino, la resurrecci­ón de los muertos y la paternidad de Dios. Según los historiado­res fue ejecutado en la cruz por razones oscuras. Después, pasado unos días, sus discípulos en desbandada volvieron a reunirse convencido­s de que el Maestro había resucitado; un convencimi­ento que iba a cambiar el destino de la humanidad. Hasta aquí la historia de un hecho real; luego vino la esperanza arropada por dogmas, textos sagrados, moral y ritos.

Pero qué pasa cuando no existen fuentes históricas. Debería quedar el sentido común y la libre formación de escuelas de pensamient­o en torno al eje central, digo yo. Una Iglesia consejera y orientador­a cuyas recomendac­iones un creyente responsabl­e debería tener en cuenta.

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