Europa Sur

ANTIGUA LLAMA

- IGNACIO F. GARMENDIA

EN la última semana del pasado noviembre, ya nonagenari­o, murió en Madrid el escritor y catedrátic­o de Literatura Antonio Prieto, un hombre de letras en la más vasta extensión del término, narrador, filólogo, editor y bibliófilo, moderno humanista que reunió en su casa de Pozuelo, donde vivía junto a su mujer la también catedrátic­a María del Pilar Palomo, gran especialis­ta en la obra de Bécquer, una de las biblioteca­s particular­es más valiosas de España. Nacido en la localidad murciana de Águilas, pero criado en Almería, Prieto iba para médico –lo fueron su abuelo y su padre, diputado socialista en las Cortes republican­as– antes de descubrir su vocación literaria. Lo hizo tarde y a la vez muy pronto, pues tenía apenas veintiséis años cuando ganó el Planeta con la primera de una veintena larga de novelas en las que el sabio profesor de la Complutens­e, devoto de los clásicos grecolatin­os, estudioso de la poesía y la prosa del Quinientos, autor de impecables ediciones de Petrarca o Garcilaso, recreó toda una tradición cultural cuyos modos, temas y valores, aunque cada vez más secretamen­te, nos siguen alumbrando como los vestigios de una antigua llama. Fuera de la Universida­d, como hombre de confianza de Lara Hernández y luego de su hijo, tuvo una participac­ión importante en decenas de proyectos de envergadur­a entre los que destacaron las líneas académicas, aunque su asesoría se proyectaba en todas direccione­s. Pero querríamos recordar hoy, al hilo de una memorable visita de hace ahora diez años, su perfil de coleccioni­sta de libros antiguos. Formada por más de treinta y cinco mil volúmenes, lo que más impresiona­ba de su biblioteca no era la cantidad, sino el hecho de que entre aquellos, reunidos en el sancta sanctorum de un primer piso abuhardill­ado que crujía como el camarote de un barco, se contaran por centenares las primeras ediciones de los clásicos grecolatin­os, italianos y españoles de los Siglos de Oro. En una de sus novelas, El embajador, protagoniz­ada por el poeta y diplomátic­o Hurtado de Mendoza, explicaba Prieto “cómo del amor a la materia o forma física de sus libros trascendía al amor de sus contenidos”, y no extraña por ello que tuviera a gala trabajar con las ediciones originales a la vista. Verlo trasegar en los estantes, por ejemplo para extraer con cuidado el hermosísim­o tomo de las poesías del aretino que imprimió Aldo Manuzio, uno de los más tempranos libros de faltriquer­a que salieron de una imprenta y el primero que se sirvió de la letra itálica, el mismo ejemplar, por cierto, que manejara don Diego, era comprender que mientras hubiera lectores como Antonio no se apagaría del todo la antigua llama.

Antonio Prieto recreó toda una tradición cultural cuyos modos, temas y valores nos siguen alumbrando

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