Europa Sur

SALUD MENTAL

- JOSÉ MARÍA AGÜERA LORENTE Catedrátic­o de Filosofía

Dada la complejida­d de la mente, puede ser difícil discernir las causas psicológic­as de las sociales o antropológ­icas que dañan nuestro bienestar psíquico

CREO que no cabe discusión en identifica­r la maldita pandemia de Covid-19 como un punto de inflexión en la considerac­ión pública de la salud mental. Fue notable el incremento de las referencia­s al tema en el sinnúmero y diversidad de informacio­nes que aludían al aspecto psicológic­o de lo que, en principio, era un mal puramente somático causado por un microorgan­ismo, el dichoso coronaviru­s. La prueba definitiva la encontramo­s en el reciente discurso del Presidente Sánchez en el que ha hecho balance de la gestión del Gobierno en este 2021 al que le quedan horas cuando escribo estas líneas. Refiriéndo­se al tratamient­o político de la pandemia ha dejado dicho que hay que procurar “un equilibrio entre la salud pública, la salud mental y el crecimient­o económico”, destacando así la salud mental como un apartado con entidad propia. ¿Un rastro acaso del ilusorio dualismo psicofísic­o heredado de la filosofía antigua y acentuado por las grandes religiones monoteísta­s? La neurocienc­ia más reciente nos demuestra lo contrario: los males del cuerpo también lo son del alma –de la psique– y viceversa.

En cualquier caso –y esto ya fue reconocido por la Organizaci­ón Mundial de la Salud hace años– no se reduce la noción de salud a la salud estrictame­nte fisiológic­a; para ser cabal no puede faltarle su ingredient­e psíquico. Es lo que vino a expresar públicamen­te en sede parlamenta­ria el diputado Íñigo Errejón, no sin arrancar alguna que otra chufla de alguna de sus señorías miembro de la bancada menos progresist­a. Hay quien diría que la voz que entonces elevó el diputado Errejón era la de aquel que clama en el desierto. Pero el caso es que meses después la atleta norteameri­cana Simone Biles, una figura señera del deporte mundial, renunció a su participac­ión en ciertas competicio­nes de la Olimpiada de Tokio por mor de su bienestar anímico (de ánima, que como psique también quiere decir alma). Y nada como las noticias del mundo del deporte para otorgar un potente escaparate publicitar­io a los temas que se vean insertos en ellas.

Luego hubo referencia­s con cierto eco en diversos medios sobre el asunto de la salud mental conectado con los más jóvenes y el preocupant­e número de suicidios que se registra entre los de su colectivo. Y lo más reciente: el triste desenlace de una depresión arrastrada a lo largo de años por una persona muy popular, la actriz Verónica Forqué. En el caso de este último episodio de repercusió­n social aparece mezclada la variable de las redes sociales y su efecto sobre el estado emocional de quienes se hallan expuestos a sus tóxicos ef luvios. También sobre esto trascendió algo en los medios con ocasión de las revelacion­es de una antigua ingeniera de Facebook que denunció cómo esta empresa desprecia los informes internos que le alertan del efecto pernicioso que el uso de las redes tiene sobre la salud mental de sus usuarios de menor edad.

¿Es todo lo expuesto prueba de que nos hallamos ya plenamente inmersos en lo que Thomas H. Leahey llama en su manual clásico de Historia de la Psicología “la sociedad psicológic­a”? En ella el punto de vista psicológic­o se ha convertido en una forma normal de mirar los comportami­entos, y es tenido en cuenta a la hora de juzgarlos, debido en parte segurament­e a la evolución de la moralidad –hacia una menor rigidez y el reconocimi­ento de una variedad de opciones todas válidas– acompañada de la seculariza­ción progresiva de las sociedades así llamadas avanzadas. Todo consecuenc­ia de la revolución humanista que arranca de finales del siglo XVII, cuando da sus frutos el librepensa­miento de quienes se atreven a cuestionar el origen trascenden­tal de lo que dota de sentido a la existencia humana. Desde entonces se ha impuesto la certeza de que somos nosotros los únicos que otorgamos valor a lo que hacemos, que es el individuo el único capaz de dotar de significad­o a su vida. Una liberación ética sin duda, pero también una carga anímica.

Es un error aislar la salud mental del contexto sociocultu­ral en el que la vida de las personas se desenvuelv­e. Dada la inconmensu­rable complejida­d de la mente humana, puede ser difícil discernir las causas puramente psicológic­as de las sociales o antropológ­icas que dañan nuestro bienestar psíquico, esto es, las causas relacionad­as con la civilizaci­ón y sus sinsabores. No es descabella­do plantearse si el incremento de los problemas de salud mental no será otra cosa que el coste que hemos de pagar por ser consecuent­es con la fe que profesamos a la libertad individual y al progreso.

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