Europa Sur

LAS LAVANDERAS DEL RÍO DE LA MIEL

- JAVIER MALLA

Las canastas eran de cañas rubias y las hacían los canasteros, casi siempre gitanos viejos de Algeciras que chanelaban del asunto, con sus dos asas retorcidas y grandes fondos para que las mujeres llevasen la ropa en el cuadril a lavar.

El río de La Miel atravesaba Algeciras con cierta bravura y transparen­cia y los niños pescábamos los barbos con caracoles o con miga de pan. Raro era el día en el que no había que espantar a las tortugas y galápagos porque veían en las bolitas de pan un objetivo fácil de devorar.

La Bajadilla tenía dos fuentes, una en la Plaza España y otra en los altos de la calle Albacete, y ahí se llenaban las garrafas de agua para beber en las casas. Antes de la llegada del agua corriente a todas las calles, las mujeres bajaban al río con sus ropas y jabones hechos con aceites reciclados y sosa cáustica.

Aquellas lavanderas del río de La Miel nunca se parecieron a ‘Las Lavanderas’ de Goya, más diecioches­cas y con madroñeras, sino que siempre se me asemejaron a las vaporosas escenas de Sorolla, de ropas claras y delantales hasta casi los tobillos.

Entre las huertas de Medel y Siles, el río dibujaba un meandro con poco más de dos cuartas de agua y unos pelotes grandes y planos en los que las mujeres extendían las ropas para restregarl­as con los jabones y aclararlas después en la corriente. Por parejas, retorcían las piezas más grandes, mantelería­s y ropas de las camas, para escurrirla­s antes de estirarlas en la orilla o sobre las cañas que balizaban las huertas.

El sol de Algeciras hacía el resto. Y, mientras tanto, aquellas mujeres jóvenes y sonrientes hablaban de sus cosas y de las historias del barrio. Los niños jugaban bajo los chopos salteados que bordeaban el río y el ronroneo del agua ayudaba a la siesta de los pocos agricultor­es que trabajaban el campo.

Lavanderas algecireña­s que vivieron sus cortejos amorosos con muchachos que llegaban arreglados en sus bicicletas con sujetapant­alones y pitillos en la boca para parecer mayores. Historias de amor de los jóvenes, conversaci­ones eternas de las casadas que dormitaban al sol y aromas a yerba y tacos caseros de jabón.

Era una vida sin prisas, una Algeciras sosegada que tenía un río parido por la tierra al este de la sierra del Bujeo y que paseaba por El Cobre hasta que moría un poco más allá del puente de La Conferenci­a.

Un río chiquito y un pueblo avaricioso, prontament­e divorciado­s, que acabaron con una separación cruel y con el más canalla de los soterramie­ntos de una de las mayores riquezas que la Naturaleza quiso regalar a Algeciras. Murieron las lavanderas y sus amores. Se ve que tanta miel no estaba hecha para las bocas de esos asnos que acabaron firmando su defunción.

El sol hacía el resto mientras aquellas mujeres jóvenes y sonrientes hablaban de sus cosas y de las historias del barrio

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