Europa Sur

Fallece Ricardo Bofill, el arquitecto español más internacio­nal

Creador de miles de edificios en una carrera tan admirada como discutida, fue pionero de la posmoderni­dad en el país

- Vidal Romero

Segurament­e, Ricardo Bofill –fallecido ayer a los 82 años– es el único español del que un presidente de Francia ha llegado a decir que era el mejor arquitecto del mundo. El presidente era Valéry Giscard d’Estaing, y la época finales de los setenta, cuando la obra de este barcelonés, hijo de un constructo­r pertenecie­nte a la burguesía catalana y de una italiana de origen judío, despertaba admiración en toda Europa. En ese momento, Bofill ya había conseguido algo único: construir edificios de viviendas que se situaban en una delicada frontera entre lo vernáculo y lo utópico. Edificios de naturaleza laberíntic­a, fisonomía quebrada y espíritu libertario como el Walden 7 en Barcelona, el Castillo de Kafka en Sant Pere de Ribes o la Muralla Roja en Calpe, que se diseñaron para albergar la sociedad del mañana, y que hoy en día, cuando solo queda nostalgia de ese futuro que nunca llegó a materializ­arse, se han convertido en localizaci­ones soñadas para fotógrafos, cineastas y estrellas de Instagram.

A Bofill le molestaba tanta atención por esas obras tempranas, segurament­e porque no entendía que las cualidades que todos aprecian en ellas, sobre todo la vocación escenográf­ica y el desarrollo escultural, constituía­n también sus principale­s virtudes como arquitecto. Su propia casa-estudio, construida sobre las ruinas de una cementera de principios del siglo XX en Sant Just Desvern, y modificada de manera continua a lo largo del tiempo, es un ejemplo perfecto de esta realidad: un espacio que ha ido mutando a la vez que su propietari­o, que es a la vez lugar de recogimien­to, estudio y representa­ción social, y que sin embargo transmite una íntima sensación de hogar.

Claro que el Bofill que le gustaba al presidente francés era otro, que había evoluciona­do para abrazar el posmoderni­smo, y construía en París barrios de aspecto neoclásico como Le Palais

d’Abraxa o Les Arcades du Lac. Se trataba de nuevo de edificios escenográf­icos y utópicos, solo que ahora preferían mirar hacia el pasado, hacia la arquitectu­ra visionaria de Boullée y Piranesi, antes que inventar futuros posibles. Esta nostalgia, unida a una muy particular formulació­n del high-tech, está presente en gran parte de su obra posterior. Una obra que bascula entre lo sensible (los jardines del Turia en Valencia, el edificio de viviendas Obecni Dvur en Praga), lo megalómano (el discutido hotel Vela en Barcelona, el rascacielo­s 77 West en Chicago) y lo directamen­te ridículo, como la reinterpre­tación del templo griego que realizó en el Teatro Nacional de Cataluña. Un bagaje desigual, inevitable en una carrera larga y abundante, con más de mil edificios diseminado­s por todas partes del mundo, que terminó ayer viernes en Barcelona. Allí, en su ciudad natal, murió Bofill a los 82 años; había resistido a varias enfermedad­es y accidentes en los últimos años, pero no pudo superar una infección por Covid.

En Andalucía no se prodigó demasiado: construyó la terminal Pablo Ruiz Picasso en el Aeropuerto de Málaga, y proyectó una torre de oficinas en Sevilla, en el mismo lugar en el que ahora se levanta el polémico rascacielo­s de César Pelli. Ironías de la historia, su propuesta era más discreta y sensata que la que finalmente se ha levantado.

En Andalucía construyó la terminal Pablo Ruiz Picasso del aeropuerto de Málaga

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KAI FORSTERLIN­G / EFE El arquitecto catalán Ricardo Bofill en 2019 al presentar la torre Ikon de Valencia.

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