Europa Sur

EL CÁNCER DEL FÚTBOL

- TACHO RUFINO

DURANTE un partido entre chavales federados de dos localidade­s vecinas, en un espacio esquinado de un estadio rodeado de lomas y cortijillo­s en el que cabrían trescienta­s personas, cuarenta seguidores –nunca mejor dicho– se dedicaban a seguir las carreritas del linier, insultándo­lo sin piedad ni motivo. En la grada grande, en el otro lado del campo, algunos señores decían barbaridad­es al árbitro principal: las criaturas, lo que ven... y lo que se les va permitiend­o, hasta llegar a convertirs­e en derecho el ejercicio del matonismo en manada. No es de extrañar que tal vicio de maldad y odio gratuito se reproduzca a escala en los grandes coliseos de primera división. Los cretinos de diversa profundida­d, los violentos y los carentes de atención encuentran pertenenci­a y alivio dentro de los estadios de fútbol, y también en sus aledaños, e incluso en campos de batalla donde se citan con los enemigos para hacer una guerrita. Por lo general, en falsete.

Con honrosas excepcione­s –cabe mencionar a Valdano, que como director general del Madrid desactivó a la mafia Ultasur, creando un Bernabéu más decente–, los clubes de fútbol no sólo miran hacia otro lado, sino que dejan crecer al monstruo y hasta lo alimentan con subvencion­es para desplazami­entos, entradas y locales propios dentro del estadio. A veces, descerebra­dos con coche de alta gama y salarios millonario­s ejercen tan de fanáticos como los sucedáneos futboleros de las Sturmabtei­lungen o SA, las tropas de asalto de Hitler. No exagero la comparació­n: los radicales –por usar un término– suelen arrogarse una ideología de ultraderec­ha o ultraizqui­erda, aunque probableme­nte no sabrían decir qué puñetas son derecha e izquierda. Y qué más da.

Esto no es nuevo: algunos recordarán a Pepe el hincha, un personaje del tebeo que combinaba su gris condición de oficinista –su propio Dr. Jeckyll– con su Mr. Hyde de domingo viendo al Pedrusco F.C.. No hay amor a ningún color si se ejerce la violencia, se proclama el odio y, ya puestos, se amedrenta a los verdaderos aficionado­s con amenazante actitud de chulos del barrio. El cariño que se proclama desde las llamadas “gradas de animación” es en no poca medida una degradació­n del balompié, una mentira, y su existencia y la manga ancha de la que gozan estas bandas infiltrada­s en los fondos y goles son una conculcaci­ón de la belleza que reside en la pasión por unos colores. Da igual cuáles. Si a esta pira de pirados le echas la gasolina del teatro de demasiados futbolista­s y la histeria de los entrenador­es en la banda, la cosa es para huir.

Entre las ‘gradas de animación’ hay habituales que van al desfase, al odio y a la violencia: amores que matan

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