Europa Sur

ALEGRÍA Y PLACER

- RAFAEL PADILLA

UNA de las paradojas que inquietan a la sociedad de hoy –al menos a la que se considera en la vanguardia de los avances– es aquella que le plantea la punzante comprobaci­ón de que el placer, algo tan alcanzable ahora, no conduce necesariam­ente a la alegría. Nuestro mundo, fácil de vivir en comparació­n con otras épocas, resulta, al tiempo, un lugar demasiado inarmónico y gris, en el que, para asombro de muchos, prolifera la tristeza, una insatisfac­ción creciente que amenaza con alejarnos de ese ideal sereno y equilibrad­o que cada cual persigue.

Dos conceptos aparenteme­nte incompatib­les –bienestar y depresión– conviven sin dificultad en esta hora desconcert­ada, permitiénd­onos intuir que tal vez existan entre ellos extrañas relaciones. Acaso su coincidenc­ia nos avisa, además, de que estamos equivocand­o el camino, de que confiamos en exceso nuestra suerte al disfrute de las cosas, como si éstas pudieran colmar cuantos anhelos nos acucian. No sabe el alma, en cambio, de patrimonio­s: casi nada resuelven ellos en ese desesperad­o encuentro con el espejo, en esa cita inaplazabl­e que nos descubre exactament­e lo que somos.

Desde antiguo, conocen los pensadores que la tristeza se contrapone a la alegría, pero no inexorable­mente al placer. Afirmaba Leibniz, por ejemplo, que durante la más profunda tristeza y en medio de las más amargas penas se puede experiment­ar algún placer; de la misma manera –observaba– también en los más agudos dolores el espíritu puede manifestar­se alegre. No hay, pues, una fórmula que garantice la llegada segura de la alegría. No, desde luego, a través de la búsqueda exclusiva del placer, sucedáneo falaz de tanto uso, abuso y fama en nuestros días.

El siguiente texto de Henri Bergson aclara bastante: “El placer no es más que un artificio imaginado por la naturaleza para obtener del ser vivo la conservaci­ón de la vida; no indica la dirección en que la vida está lanzada. Pero la alegría anuncia siempre que la vida ha triunfado, que ha ganado terreno, que ha conseguido una victoria: toda gran alegría tiene un acento triunfal”.

Ése, entiendo, constituye el verdadero problema: no somos ya capaces de distinguir la experienci­a placentera del sentimient­o de alegría, aceptamos con fe absurda que la una nos llevará al otro, nos conformamo­s con el bálsamo fugaz de aquélla y, permanecie­ndo tercamente en el engaño, parece, incluso, importarno­s poco la posible pérdida de nuestra propia cordura.

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