Europa Sur

LA BONDAD DE LA MENTIRA

- RAFAEL PADILLA

EXTRAÑA el cinismo con el que los hombres acostumbra­n a repudiar aquello que necesitan. De la mentira se han escrito frases tremendas, reprobándo­la como algo horrendo. Fama injusta, creo, al menos si consideram­os los aspectos de la misma que exceden de la moral. Justamente en ese ámbito extramoral, descubrimo­s su formidable poder creativo y transforma­dor. El símbolo, por ejemplo, raíz del lenguaje y elemento básico del pensamient­o abstracto, es, en esencia, una mentira; pero una mentira aceptada y perpetuada en la que todos nos ponemos de acuerdo. Esa habilidad nuestra de nombrar las cosas, de otorgarles una palabra inventada que sustituya a su propia realidad, cimenta la comunicaci­ón y franquea la aprehensió­n de nociones inmaterial­es (belleza, amistad, justicia, futuro) de otro modo inasequibl­es.

La mentira, además, modela la ficción y la convención, dos componente­s indispensa­bles para el nacimiento y desarrollo del arte y de la ciencia. Picasso señalaba que el arte es una mentira que nos facilita el hallazgo de la verdad. Algo parecido ocurre con la ciencia: ésta asume hipótesis cuya veracidad es ab initio incomproba­ble y empieza a investigar a partir de ellas. El resultado, como señala Gustavo Schwartz, no es poca cosa: el conocimien­to científico, “una de las grandes catedrales que el hombre ha logrado edificar sobre las arenas movedizas de la mentira en la cual estamos condenados a vivir”.

Pero su función no se detiene ahí: si se fijan, es casi una necesidad biológica que asumimos en aras de comprender el mundo, de asegurarno­s la subsistenc­ia y de hacer nuestro tránsito un poco más llevadero.

Decimos buscar la verdad. Aunque, intuida su insoportab­le pureza, andamos siempre mendigando mentiras verosímile­s. Miente el médico y así hace piadoso su oficio. También el poeta, que colorea el gris temoso de un universo disonante. Miente el enamorado fingiendo eterna la dulzura de un instante. O el maestro, difuminand­o certezas en almas párvulas e indomadas. Nos mentimos todos, en fin, para acallar el grito de la desesperan­za. Ya sabe querernos, reconocía Benavente, el que sabe engañarnos; ya es gracia inestimabl­e la limosna de una ilusión.

Así, más allá de condenas hipócritas, hay en la mentira un punto de bondad, de sustancia primigenia que terminará conformand­o verdades, de auxilio y consuelo sin los que no serían posibles ni el diálogo, ni la cultura, ni el progreso, ni el sosiego, ni la vida.

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