Dios guarde al IECG (III)
● El IECG es la gran obra de la Mancomunidad; manifiesta así la voluntad de promover el conocimiento y la investigación ● En la iconografía se ha acudido al verde y al morado
OFICIALMENTE, la Mancomunidad se creó el día 1 de febrero de 1985, con todos los parabienes y en circunstancias políticas inmejorables; todo era PSOE. Lo más importante de su existencia, de su vigencia, es que responde a una realidad preexistente y a una conciencia social asumida por los ciudadanos de los términos municipales implicados.
Como todas las instituciones asociativas, su capacidad y entidad jurídica dependen de lo que le quieran ceder sus asociados. Sobre todo siendo como es el ayuntamiento una entidad de extraordinaria fortaleza jurídica en la que su presidente, el alcalde, ostenta una autoridad plena sobre todo lo que se realice en su término municipal. Tanto es así que, como sucede en las universidades con el rector, los actos oficiales sólo serán presididos por otro, cualquiera que sea la representación que ostente, por concesión o cesión, nunca por derecho.
En la iconografía de la Mancomunidad se ha acudido al verde (arriba) y al morado como colores de fondo, en dos bandas de igual ancho. Composición cromática que se mantiene en el logotipo del IECG, reservando el verde para las estrellas (nueve ahora, ocho antes) y dejando el morado para alfombrar un fondo cuadrado. Dícese que se trata de poner en evidencia el papel fronterizo de la comarca en el último período de la dominación musulmana. Sin embargo, la frontera entre el Reino de Granada y la corona de Castilla fue cambiante y desde luego coincidente sólo en parte con lo que hoy es el Campo de Gibraltar.
Bien que el verde es el color de los Omeya, la familia árabe siria que constituyó el califato de Córdoba, el morado no es el de Castilla, sino el rojo carmesí. Los que eligieron el morado cometieron el mismo error que los diseñadores de la bandera de la Segunda República, que se sirvieron de un pendón que llevaba tanto tiempo expuesto a los rigores del medio ambiente, que se había amoratado. Cuentan las lenguas de doble filo que fue el cordobés Alejandro Lerroux, el fatuo y vacilante presidente del Consejo de Ministros de la Segunda República entre octubre de 1934 y septiembre de 1935, el de la ocurrencia. Así se escribe la Historia, con los muchos errores debidos a las limitaciones de sus más conspicuos protagonistas.
Bien que el verde es el color de los Omeya, el morado no es el de Castilla, sino el rojo carmesí
Como pasa con la bandera de Estados Unidos de América, en la de la Mancomunidad, y consecuentemente en el escudo del IECG, hay un elemento cambiante: el número de estrellas. En la bandera, ahora son ocho, desde la constitución en municipio independiente de San Martín del Tesorillo, y en el escudo nueve, pues sus próceres han querido incorporar simbólicamente a Gibraltar entre sus referencias.
Cierto que el conocimiento no tiene nada que ver con verjas y otros artilugios de análogos propósitos, pero la cosa tiene su aquél. Porque el conocimiento ha de ser compartido y no veo yo mucha voluntad de compartir en la colonia. De hecho hay algún que otro gibraltareño asimilado, pero siempre queda en el ambiente la pregunta de si sería posible que se diera una reciprocidad de actuaciones. Me temo que no, y entonces las intenciones se quiebran y se estancan en obstáculos que escapan a la voluntad de los promotores. Bueno sea pues bueno es, aun siendo ilusorio, el propósito. El Instituto de Estudios Campogibraltareños es la gran obra de la Mancomunidad, que si bien asume tareas y responsabilidades importantes de carácter administrativo y funcional, al crear este organismo autónomo manifiesta la voluntad de promover el conocimiento y fomentar la investigación de todo cuanto concierne directa o indirectamente a la comarca.
Pormenorizar las tareas y las
personas que han engendrado y criado esa espléndida realidad que es el Instituto, no sólo es imposible sino que estaría injustamente limitado a lo que sabe y a lo que recuerda el relator. Hay alguien que debemos, no obstante, mencionar, sintetizando en él el engranaje administrativo de la naciente mancomunidad en la que se configura el Instituto: José –Pepín– Galiardo; un sanroqueño, concejal en algunas de las corporaciones preconstitucionales y promotor de los Cursillos de Cristiandad de su ciudad. Padre de familia numerosa, fue tardío militante del PSOE y una pieza clave en los recursos humanos de la naciente mancomunidad. Descendiente directo de una gran mujer, Victoria Galiardo (el apellido de su marido), Pepín pertenecía a una notable familia en la que destacaba la figura de su tío Juan Arturo, ingeniero agrónomo, uno de los técnicos importantes del llamado Plan Badajoz y del que en los años sesenta se habló como ministrable de Agricultura. Conocí personalmente a su hijo, el actor, Juan Luis, y coincidí con él en Madrid en múltiples encuentros. También al hermano de éste, Juan Arturo, economista, inspector de hacienda, con el que compartí muchos eventos culturales y sociales. Juan Luis también pudo haber sido ingeniero como su padre, pero abandonó la carrera cuando ya estaba bien orientado en ella, para dedicarse a la profesión que lo convirtió en una figura imprescindible de nuestra escena.
Rafael García Valdivia, desde los inicios en 1987, y Rafael de las Cuevas Schmitt, a partir del año 2003 y hasta el 2012, marcaron el camino por el que se orientaría la confección de la revista Almoraima. Su publicación pasaría después por dificultades y estaría un largo período de tiempo sin salir a la luz. Mucho antes, hacia 1989, en verano y en un encuentro casual, Juan José Téllez Rubio me habló de la revista Almoraima. Fue a raíz de una conversación en la que surgió el nombre de otra, de feliz memoria y ya entonces desaparecida: Carteya. Siendo nuestra comarca un lugar donde se han dado numerosas iniciativas de todo tipo y condición, orientadas a la edición de una revista; por lo general, no especializada y dirigida al gran público; hay que destacar Carteya por su singularidad. Era una revista comarcal, un tanto inclasificable, que al amparo de los tiempos de cambio y esperanza que España vivía en esa época, editó durante unos años, a partir de 1975, la también desaparecida Casa del Campo de Gibraltar en Madrid. En ocasiones había estado en mi ánimo la posibilidad de hacer resurgir Carteya, pero no hubo ni oportunidad ni ocasión de ponerse a ello. Tal vez por eso me hizo mucha ilusión saber que la Mancomunidad había ya preparado un número cero, que yo entonces no tuve ocasión de ver, de Almoraima.
Téllez me sugirió que escribiera algo para el primer número y pues me parecía que había detalles de la vida de Blas Infante no muy conocidos, escribí un artículo titulado “El segundo apellido de Blas Infante” que, en efecto, aparecería en la página 35 del número 1. Era bastante habitual en la numerosa literatura generada entonces en torno a esta figura fundamental del andalucismo histórico, ignorar su segundo apellido o bien escribir Blas Infante Pérez; pero no era Pérez sino Pérez de Vargas. Me pareció una buena oportunidad para aclararlo y para contar que una buena parte de su familia por vía materna era del Campo de Gibraltar, sobre todo de Algeciras y de La Línea, y que algunos de sus tíos y de sus primos carnales habían fallecido en la comarca, adonde emigraron, procedentes de Casares, en los primeros años de la posguerra.
Cuando tuve en mis manos el número cero, me sorprendió su gran calidad. Como ocurriría de inmediato con el número 1. Tanto es así que si lo hubiera sabido, mi artículo sobre Blas Infante lo habría planteado de otro modo, me parecía muy ligero para la densidad de los trabajos, algunos divulgativos, homologables al mío, pero otros dignos de ser publicados en una revista para lectores de más altos vuelos que los que podía exigir mi artículo. El número cero había aparecido en diciembre de 1988 con una pequeña pero sustanciosa entrada del presidente Carracao, en la que mencionaba a la revista Carteya y en la que declaraba que la Mancomunidad debía ofrecer a los ciudadanos del Campo de Gibraltar “un medio plural y riguroso que sirviera para desentrañar los entresijos de nuestra historia y contemporaneidad”.