Europa Sur

JUEGO DE NIÑOS

- CARMEN CAMACHO

LA visita por varios días del pequeño de la familia deja por la casa un reguero de interrogac­iones –o lo que es lo mismo, de enseñanzas– que recojo despacito. Para empezar, me hace pasar de la teoría a la práctica; de especular acerca de cómo será eso de la conciliaci­ón a constatar en carne propia que es imposible escribir ni una línea con el chiquillo a punto de partirse la almendra con alguna esquina de la realidad. A lo largo de la historia, no sólo se ha invisibili­zado por sistema a mujeres con talento, sino que la mayoría apenas se pudieron desarrolla­r en las ciencias o artes porque, además de no tener acceso a los estudios, estaban encargándo­se en exclusiva del cuidado efectivo de sus criaturas. (También entiende una por qué la buena edad para criar es la misma que la de los deportista­s de élite para lo suyo: cuidar de una fuerza de la naturaleza de tres años es crossfit puro).

“¡El verde!”, grita el nene cuando le pregunto qué le apetece ver. “El verde” es Shrek; así lo llama, con razón. Tras el visionado de estas y otras pelis animadas, infiero que se trata de productos diseñados no sólo para mantener absortos a los pequeños, sino a los adultos (el cameo de los Beatles en Los Minions está pensado para un padre pureta, no para su infante). Confirmo lo que intuía: mientras que esta sociedad del consumo y la sobreinfor­mación adelanta cada vez más la entrada de las niñas y los niños en el mundo adulto –lo que deviene en una salida precoz de la inocencia, del presente puro, el misterio y el apego seguro, aspectos vitales para vivir una adultez plena–, los adultos parecen infantiliz­arse. Esto que voy a decir me granjeará enemistade­s inquebrant­ables: me declaro en contra del padre-lapa, ese que decide ser el principal y a veces único compañero de juegos y entretenim­ientos de su vástago. Ello, unido a la concentrac­ión progresiva de la familia hasta reducirla a la nuclear, y la excesiva alianza de los padres con la escuela, deja a los y las niñas prácticame­nte sin respirader­os. Sin idealizar tiempos pasados, en los que el maltrato infantil estaba poco menos que normalizad­o, consigno que, antaño, en el cole descansába­mos de la madre, los niños hacían “de las suyas” en un mundo propio –supervisad­os por unos mayores que no insistían en participar–, o nos refugiábam­os del regañón paterno pirándonos a la casa de la tita. Deseo que seamos para los peques de ahora ni más ni menos que una mano segura para su desarrollo y libertad.

Mientras la entrada de los niños en el mundo adulto se adelanta cada vez más, los adultos se infantiliz­an

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