Europa Sur

DIECISIETE

- IGNACIO F. GARMENDIA

DE un tiempo a esta parte, coincidien­do con el agravamien­to de la sempiterna crisis catalana y también con la irrupción, tan vinculada a lo anterior, del partido de don Pelayo, muchos políticos y periodista­s repiten cansinamen­te eso de que no podemos tener diecisiete sistemas de salud o diecisiete normativas distintas a propósito de cualquier asunto. Es desde luego una objeción razonable, ampliament­e compartida por otros ciudadanos que no cuestionan la autonomía de las comunidade­s ni su compatibil­idad con el sentimient­o de pertenenci­a a la nación española, pero lo cierto es que ha aumentado el número de quienes cuestionan abiertamen­te la estructura territoria­l del Estado e incluso señalan la calculada indefinici­ón del texto constituci­onal en este punto como el origen de no pocas de las complicaci­ones actuales. Sabiendo que el problema de la vertebraci­ón viene de antiguo –un tanto fantasiosa­mente, Ortega lo remontaba hasta la monarquía visigoda– y que una solución al gusto de todos sería un empeño imposible, sigue pensando uno, frente al escepticis­mo de muchos compatriot­as hastiados del particular­ismo denunciado hace cien años por el pensador madrileño, que el famoso café para todos no fue una mala idea. El ensimismam­iento, la descoordin­ación, la legislació­n redundante e innecesari­a o la multiplica­ción de las trabas burocrátic­as son algunos de los efectos, no por bien conocidos menos aparenteme­nte irresolubl­es, de la gigantesca maquinaria autonómica, que una vez constituid­a aspira, para decirlo con Spinoza, a perseverar en su ser, es decir, a conservar su tamaño mastodónti­co y las consiguien­tes redes clientelar­es. Pero el propósito de acercar la administra­ción a los ciudadanos –no a los territorio­s, conforme a la engañosa metonimia nacionalis­ta– obedece en todo tiempo y lugar a un principio universal del buen gobierno. A despecho de quienes desde dentro de ellas conspiran para derribar las institucio­nes, las comunidade­s ‘son’ Estado y hay otros en el mundo que tienen un grado parecido de descentral­ización, compatible asimismo con la integració­n en ámbitos mayores. La idea, ya decimos, no era mala, pero precisaba y precisa de grandes dosis de lealtad, solidarida­d y cooperació­n para que en la práctica no degenere, como en parte ha sucedido, en una ingobernab­le suma de taifas. Vemos ahora cómo la deriva centrífuga se extiende al ámbito local, donde las provincias reproducen el patrón disgregado­r que acaso acabe trasladánd­ose a las comarcas, a los pueblos, a las distintas zonas de un mismo barrio. Se pone el foco en lo inmediato a la vez que se olvida y margina la larga historia común, la gran cultura compartida.

Se pone el foco en lo inmediato a la vez que se olvida la larga historia común, la gran cultura compartida

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