Cuando la catástrofe es la película
Cuando en 1992 el director alemán Roland Emmerich desembarcó en Hollywood cumpliendo su aspiración desde que en su juventud La guerra de las galaxias fue su Damasco cinematográfico, dejó las cosas claras sobre el tipo de películas que le interesaban: logró muy buenos resultados en taquilla con su debut dirigiendo a Van Damme en Soldado universal (1992), pegó un taquillazo con Stargate (1994) y otro aún mayor con Independence Day (1996). Tras ellas dirigió dos correctas películas históricas (El patriota, Midway), una poco o nada estimulante epopeya prehistórica (10.000 A.C.), una interesante ficción histórico-literaria (Anonymous, quizás su mejor obra) o un thriller disparatado (Asalto al poder). Pero su fuerte fueron y son las películas de catástrofes provocadas por bichos o factores geológicos, climáticos y espaciales: Godzilla, El día de mañana, 2012, Independence Day: contraataque y ahora Moonfall. Todas empiezan muy bien, con imágenes potentes, para despeñarse al poco (catástrofe dentro de la catástrofe) a causa de guiones inconsistentes y disparatados. También el cine cuyo fuerte son los efectos especiales necesita un armazón –léase guión– mínimamente consistente.
Moonfall, carísima producción con un discreto arranque en taquilla (la ha arrasado Jackass Forever: así están las cosas), incide en todos los defectos habituales del cine de Emmerich perdiendo por el camino algunas de sus virtudes. No le falta un perejil: la Luna cambia de órbita amenazando a la Tierra, las catástrofes se suceden, las pasiones conspiranoicas se desatan, los altos mandos militares no dan pie con bola y solo un más bien extravagante trío –Halle Berry, Patrick Wilson y John Bradley– en quien nadie confía tiene en sus manos la salvación afrontando una misión imposible. Es un 2001 de juguete, un No mires arriba (que a este crítico le parece un churro sobrevalorado) para ojos inocentes, un Melancolía para cerebros digamos que poco inquietos o despiertos… Lo peor es que Emmerich se está evaporando como una medusa en la orilla: el director vilipendiado por la crítica, pero amado por los espectadores (está en la lista de los 20 directores más taquilleros), hace ya años que está siendo abandonado también por sus fieles. Y sus intentos por recuperarlos no funcionan. Aquí tira de todos los hilos que produjeron millones, absolutamente de todos, al unir catástrofes naturales con amenazas alienígenas, pero la cosa no funciona. Es una película cansada que cansa, falta del discreto encanto naif que otras suyas tenían y de alguna manera angustiada, como si el universo Emmerich estuviera tan amenazado por la taquilla como la Tierra de sus películas por dinosaurios, cambios climáticos, movimientos tectónicos o alienígenas.