UNA VIOLENCIA QUE NO CESA
NO hay día que pase sin que nos despachemos con alguna noticia trágica, a la cual más truculenta y escabrosa, sobre la muerte violenta de un hombre, una mujer o un niño a manos de alguien próximo a ellos (la pareja, la madre, el padre, el hijo o algún familiar). Aunque las televisiones, faltas tal vez de temas para llenar las horas de programación, se parezcan cada vez más a una crónica de sucesos, no cesan de airearos estos asuntos, y son pocos los que se paran a reflexionar acerca de esta imparable retahíla de cada día, mientras se enfrían los corazones de tanto escuchar desgracias.
La salida más cómoda ante este tipo de hechos, convertidos ya en plaga, es decir que antes también existían, aunque no salieran a la luz. Quizás no se sepa o no se recuerde la antigua presencia de un periódico exclusivo para los sucesos llamado El caso, pues estos se separaban cuidadosamente de los restantes temas, sean de política, economía, sociedad o cultura, que publicaban el resto de los periódicos, las emisoras y la TV. Hoy no solo nos informan de ellos, sino que además detallan cómo se realizan los crímenes.
Otra salida, esta ya más ideologizada, consiste en cargar a la siempre socorrida cuenta de la violencia de género y del patriarcado dichos eventos, para desviar la atención de otros sujetos implicados diferentes del varón, y evitar así al tiempo una búsqueda rigurosa de las raíces de ese tipo de execrables comportamientos.
Pero si hay una muestra evidente de la desarticulación que se viene produciendo en nuestra sociedad es, sin duda, la proliferación de víctimas de la violencia doméstica y familiar, vinculada a la libertad humana, incluso para hacer el mal, pero significativamente orientada ahora hacia este tipo de asesinatos, con signos frecuentes de una crueldad inverosímil.
La respuesta más habitual y socorrida ante este problema es la de tirar del presupuesto y de las penalizaciones de dichas conductas a través de las leyes, máxime si estas castigan mucho más al hombre que a la mujer. Los resultados están a la vista: aumento del número de casos e impotencia para frenarlo, a pesar de la propaganda disuasoria, las concentraciones y manifestaciones al uso.
Quien toma la decisión de ejercer la violencia en ese tipo de casos, con final a veces de suicidio, difícilmente renunciará por la presión en la calle o los medios que la Administración utilice. Con frecuencia son fruto de un deseo incontrolado de venganza, de un golpe de ira o del odio acumulado por parte de quien se considera injustamente agraviado. Otras veces es el simple descarte de quien resulta molesto a los ojos del agresor, el producto de un estado de embriaguez o drogadicción o la busca de un placer impuesto y degradante. El misterio del mal, siempre presente, tanto de forma individual como colectiva.
Mas siendo esto último cierto, también lo es que, en el modelo de sociedad que nos hemos dado o nos ha sobrevenido, está una de las claves fundamentales de lo que sucede. Y que en tanto no queramos o seamos capaces de cambiarlo, las cosas no mejorarán, por muy buenas intenciones que se le echen.
Son muchos los elementos que concurren alrededor de este tipo de violencia, pero todos ellos giran en torno a la quiebra del modelo de familia natural o tradicional y los valores que la han sustentado, a pesar de los fallos que pudieran imputarse a sus miembros. Evidentemente, esto no querrán aceptarlo quienes decidieron su rechazo voluntaria o involuntariamente, ni quienes están instalados en un modelo alternativo o sacan algún tipo de provecho (que los hay, y muchos) del marasmo actual.
El problema se agudiza cuando las leyes y la opinión pública, a pesar de lo que ocurre a su alrededor, colaboran a la quiebra o no hacen nada por cambiar las tornas. E incluso sacan pecho de conductas y valores disolventes de vínculos, entre ellos los matrimoniales, colocando a la institución familiar, sobre la que llueven todo tipo de amenazas, en una situación de permanente inestabilidad. Las cifras de matrimonios rotos, de uniones inestables sin compromiso de fidelidad, de drástica reducción del número de nacidos, de abortos, etc. debieran hacernos actuar. Pero no lo hacemos porque seguimos atados a prejuicios de tipo ideológico que se imponen a la cruda realidad y a un manifiesto individualismo que nos lleva a romper vínculos a fin de evitar obligaciones.
Los desajustes, las desvinculaciones de compromisos sólidos son un caldo de cultivo para la violencia. Impiden asumir unos valores fuertes, imprescindibles para la convivencia. El matrimonio y la familia, los sectores más atacados por todo tipo de medios (películas, series, medidas legislativas nocivas, modelos sociales poco ejemplares, etc.), son objetivos de esa acción que estimula la violencia doméstica o de género, y contribuye con su desarrollo a lo que se ha dado eufemísticamente en denominar el suicidio de Occidente.