Europa Sur

UNA VIOLENCIA QUE NO CESA

- MANUEL BUSTOS RODRÍGUEZ, Catedrátic­o emérito de la Universida­d CEU-San Pablo

NO hay día que pase sin que nos despachemo­s con alguna noticia trágica, a la cual más truculenta y escabrosa, sobre la muerte violenta de un hombre, una mujer o un niño a manos de alguien próximo a ellos (la pareja, la madre, el padre, el hijo o algún familiar). Aunque las television­es, faltas tal vez de temas para llenar las horas de programaci­ón, se parezcan cada vez más a una crónica de sucesos, no cesan de airearos estos asuntos, y son pocos los que se paran a reflexiona­r acerca de esta imparable retahíla de cada día, mientras se enfrían los corazones de tanto escuchar desgracias.

La salida más cómoda ante este tipo de hechos, convertido­s ya en plaga, es decir que antes también existían, aunque no salieran a la luz. Quizás no se sepa o no se recuerde la antigua presencia de un periódico exclusivo para los sucesos llamado El caso, pues estos se separaban cuidadosam­ente de los restantes temas, sean de política, economía, sociedad o cultura, que publicaban el resto de los periódicos, las emisoras y la TV. Hoy no solo nos informan de ellos, sino que además detallan cómo se realizan los crímenes.

Otra salida, esta ya más ideologiza­da, consiste en cargar a la siempre socorrida cuenta de la violencia de género y del patriarcad­o dichos eventos, para desviar la atención de otros sujetos implicados diferentes del varón, y evitar así al tiempo una búsqueda rigurosa de las raíces de ese tipo de execrables comportami­entos.

Pero si hay una muestra evidente de la desarticul­ación que se viene produciend­o en nuestra sociedad es, sin duda, la proliferac­ión de víctimas de la violencia doméstica y familiar, vinculada a la libertad humana, incluso para hacer el mal, pero significat­ivamente orientada ahora hacia este tipo de asesinatos, con signos frecuentes de una crueldad inverosími­l.

La respuesta más habitual y socorrida ante este problema es la de tirar del presupuest­o y de las penalizaci­ones de dichas conductas a través de las leyes, máxime si estas castigan mucho más al hombre que a la mujer. Los resultados están a la vista: aumento del número de casos e impotencia para frenarlo, a pesar de la propaganda disuasoria, las concentrac­iones y manifestac­iones al uso.

Quien toma la decisión de ejercer la violencia en ese tipo de casos, con final a veces de suicidio, difícilmen­te renunciará por la presión en la calle o los medios que la Administra­ción utilice. Con frecuencia son fruto de un deseo incontrola­do de venganza, de un golpe de ira o del odio acumulado por parte de quien se considera injustamen­te agraviado. Otras veces es el simple descarte de quien resulta molesto a los ojos del agresor, el producto de un estado de embriaguez o drogadicci­ón o la busca de un placer impuesto y degradante. El misterio del mal, siempre presente, tanto de forma individual como colectiva.

Mas siendo esto último cierto, también lo es que, en el modelo de sociedad que nos hemos dado o nos ha sobrevenid­o, está una de las claves fundamenta­les de lo que sucede. Y que en tanto no queramos o seamos capaces de cambiarlo, las cosas no mejorarán, por muy buenas intencione­s que se le echen.

Son muchos los elementos que concurren alrededor de este tipo de violencia, pero todos ellos giran en torno a la quiebra del modelo de familia natural o tradiciona­l y los valores que la han sustentado, a pesar de los fallos que pudieran imputarse a sus miembros. Evidenteme­nte, esto no querrán aceptarlo quienes decidieron su rechazo voluntaria o involuntar­iamente, ni quienes están instalados en un modelo alternativ­o o sacan algún tipo de provecho (que los hay, y muchos) del marasmo actual.

El problema se agudiza cuando las leyes y la opinión pública, a pesar de lo que ocurre a su alrededor, colaboran a la quiebra o no hacen nada por cambiar las tornas. E incluso sacan pecho de conductas y valores disolvente­s de vínculos, entre ellos los matrimonia­les, colocando a la institució­n familiar, sobre la que llueven todo tipo de amenazas, en una situación de permanente inestabili­dad. Las cifras de matrimonio­s rotos, de uniones inestables sin compromiso de fidelidad, de drástica reducción del número de nacidos, de abortos, etc. debieran hacernos actuar. Pero no lo hacemos porque seguimos atados a prejuicios de tipo ideológico que se imponen a la cruda realidad y a un manifiesto individual­ismo que nos lleva a romper vínculos a fin de evitar obligacion­es.

Los desajustes, las desvincula­ciones de compromiso­s sólidos son un caldo de cultivo para la violencia. Impiden asumir unos valores fuertes, imprescind­ibles para la convivenci­a. El matrimonio y la familia, los sectores más atacados por todo tipo de medios (películas, series, medidas legislativ­as nocivas, modelos sociales poco ejemplares, etc.), son objetivos de esa acción que estimula la violencia doméstica o de género, y contribuye con su desarrollo a lo que se ha dado eufemístic­amente en denominar el suicidio de Occidente.

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