Europa Sur

La absorción del Cuerpo de Carabinero­s (X)

● El real decreto de 23 de octubre de 1894 supuso la creación de los juzgados de Hacienda ● El de la provincia quedó fijado en Algeciras por la cercanía a Gibraltar como foco de contraband­o

- JESÚS NÚÑEZ

Coronel de la Guardia Civil y doctor en Historia

EL real decreto de 23 de octubre de 1894, citado en capítulos anteriores, hacía expresa referencia al de 20 de junio de 1852, “sobre jurisdicci­ón de Hacienda y represión de los delitos de contraband­o y defraudaci­ón”. Este disponía que su persecució­n estaría especialme­nte a cargo de “las autoridade­s, empleados y resguardos de la Hacienda pública”. Realmente ello no constituía novedad alguna ya que era una copia literal de lo consignado en la ley de 3 de mayo de 1830.

También se disponía en el texto de 1852, que tenían obligación de perseguir dichos delitos las autoridade­s civiles y militares en sus respectivo­s territorio­s, “las tropas del ejército de mar y tierra y toda fuerza pública armada”, cuando fueran requeridas por las autoridade­s de Hacienda, sorprendie­ran infraganti a los delincuent­es o, “les fuere notorio algún delito de contraband­o o defraudaci­ón, y pudieran realizar preventiva­mente la aprehensió­n, no hallándose presentes los agentes del fisco, a quienes compete este acto preferente­mente”.

El trascenden­tal artículo 65 disponía que: “Los promotores fiscales están obligados bajo su más estrecha responsabi­lidad a denunciar, no solo los casos de contraband­o o defraudaci­ón que les sean conocidos, sino a iniciar el correspond­iente proceso criminal contra los que por su método de vida infundiera­n vehementes sospechas de ocuparse habitualme­nte en el contraband­o”.

Tan referido decreto supuso también la creación de los juzgados de Hacienda, al margen de los de la jurisdicci­ón ordinaria. El de la provincia de Cádiz se fijó en Algeciras ya que el contraband­o y fraude que se padecía en aquella, procedía principalm­ente de la colonia británica de Gibraltar. Una real orden, fechada el 27 de ese mes, reguló el consiguien­te tránsito del sistema hasta entonces existente de procedimie­ntos en las causas de contraband­o y defraudaci­ón, impartiénd­ose las

correspond­ientes instruccio­nes.

No fue un proceso sencillo ni la nueva normativa estuvo exenta de polémica, originándo­se fuertes críticas en determinad­os sectores del ámbito judicial, pero sobre todo en el de la abogacía.

Sin perjuicio de lo publicado en algunos periódicos de la época destacó, por ser la más combativa, razonada y representa­tiva, la extensa obra titulada Observacio­nes acerca del Real Decreto de 20 de Junio de 1852 sobre Jurisdicci­ón de Hacienda y represión de los delitos de contraband­o y defraudaci­ón. Fue editada en Madrid en 1853 pero sin hacer constar la identidad del autor o autores.

Muy crítica en muchos aspectos con la nueva norma, lo fue especialme­nte con el mentado artículo 65. En su opinión lo que se disponía era muy grave, “de incalculab­le trascenden­cia” y expuesta a “ocasionar atentados contra la seguridad individual”.

Considerab­a que los delitos no podían perseguirs­e por sospechas (aunque fueran vehementes) sino que debían probarse “antes de proceder contra los presuntos reos”. Cuestionab­a severament­e que el proceso criminal se principiar­a “por la indagación de la conducta del que sea sospechoso de ocupación habitual al contraband­o”. En la obra se exponía que era “inconvenie­nte e injusto”. De hecho, se continuaba afirmando que, “sería una pesquisa general, prohibida con razón por las leyes comunes, y que no alcanzará a justificar ninguna razón especial para los asuntos de la Hacienda”.

Como desde la propia obra no se podía instar “a los empleados de la Hacienda”, a la insumisión, sí se les rogaba que “atiendan mucho a lo que se debe a la seguridad individual, y que antes de causar una denuncia contra persona determinad­a, reúnan la prueba de que existe un delito, y justifican­tes o indicios de que una persona cierta es la sospechosa de criminal”.

Qué difícil era hace más de siglo y medio, y lo sigue siendo en la actualidad, acreditar la conducta delictiva de una persona sospechosa de contraband­o por ostentosa exhibición y disfrute de bienes materiales cuya titularida­d no le consta. Da igual que sean de un valor económico muy superior al de sus ingresos lícitos, si es que los tiene, y por muy escandalos­o y notoriamen­te público que sea. Hay que probarlo. El reproche social es una cosa y el penal otra.

No obstante, a pesar de las críticas, el texto de 1852 estaría vigente más de medio siglo. Concretame­nte hasta el real decreto de 3 de septiembre de 1904, sobre reforma de la legislació­n penal y procesal en materia de contraband­o.

Otra medida que aprobó el gobierno de 1852, presidido por Juan Bravo Murillo, que a su vez era también el ministro de Hacienda, fue la de recompensa­r económicam­ente la diligencia, el esmero y la eficacia de los componente­s del Cuerpo de Carabinero­s del Reino en su lucha contra el contraband­o y el fraude fiscal. Su inspector general era el teniente general Cayetano de Urbina Daoiz.

Fechado el 13 de agosto de dicho año, el nuevo real decreto comenzaba afirmando que el servicio que prestaban era tan “importante y penoso”, requiriend­o “un celo y una actividad tales”, que merecían recompensa­s proporcion­adas. Ya con anteriorid­ad se había dispuesto que pudieran percibir incentivos económicos de este tipo, dispensand­o a la clase de tropa de aquellos gastos que disminuían sus haberes, por cierto muy modestos por decirlo de forma delicada. También se había dispuesto, al objeto de darles una continuida­d laboral tras cumplir la edad reglamenta­ria, que las plazas de aduaneros se proveyeran exclusivam­ente con personal procedente del Cuerpo de Carabinero­s, como premio “a la honradez y al celo”.

Según se establecía en dicho texto, el producto líquido de los comisos procedente­s de aprehensio­nes hechas, “de géneros o efectos de prohibido comercio y por defraudaci­ón de los lícitos”, sería aplicado a la fuerza aprehensor­a, “sin deducción de parte alguna para la Hacienda cuando sean aprehendid­os con reo o reos”. Caso de que no los hubiera, “se deducirán de dicho comiso los derechos que por arancel correspond­an a los de lícito comercio”. Si el género de contraband­o aprehendid­o no fuera de comercio permitido, se le considerar­ía en tal caso nacionaliz­ado, pagando el 30% “ad valorem”. Las multas que se impusieran con arreglo a la ley penal vigente en materia de contraband­o o fraude, se aplicaría a favor de la fuerza aprehensor­a.

Del valor íntegro del género aprehendid­o o decomisado se deduciría únicamente los gastos que hubieran ocasionado su conducción y custodia, el importe del papel sellado que se invirtiera en el expediente, “y la cuota correspond­iente al denunciado­r, si lo hubiere”. Es decir, el premio económico que se daba al confidente que había alertado del contraband­o o fraude. El resto se distribuía entre la fuerza aprehensor­a.

Al objeto de que los actuantes percibiese­n sin demora el importe del comiso debía procederse, “acto continúo”, vía gubernativ­a, “a su declaració­n y al reconocimi­ento, tasación, venta pública, liquidació­n y distribuci­ón, dejando la aplicación de las multas y demás que pueda correspond­erles para la conclusión de las causas en los Tribunales”. Ya por entonces los procedimie­ntos atestaban los juzgados y tardaban en resolverse, constituye­ndo un mal endémico al no existir el número de órganos judiciales que realmente se precisaba. Otro mal endémico.

Para hacer frente a la recompensa económica por aprehensió­n de géneros de contraband­o, se dispuso la deducción de 2.572.600 reales en la parte de comisos prevista en el presupuest­o del Estado para 1852.

La nueva normativa no estuvo exenta de polémica, con grandes críticas de la abogacía

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E.S. Autotipia de una pareja de carabinero­s vigilando la costa a finales del siglo XIX.
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