Europa Sur

Una cuestión de genes

● Los expertos lamentan que cada vez se realizan menos estudios de las familias que han tenido un bebé con una mutación, la única posibilida­d de prevención en la actualidad

- M. Rosa Lorca (Efe)

Las posibilida­des de tener un hijo con una enfermedad rara por una mutación del ADN disminuirá­n conforme la población conozca su genética y la de su pareja, algo actualment­e “inabordabl­e”, por lo que en la actualidad la única posibilida­d es realizar los estudios de los familiares que han tenido un bebé con una mutación, algo que cada vez se estudia menos.

Así lo explica a Efe, con motivo de la celebració­n hoy del Día de las Enfermedad­es Raras, Julio Montoya Villarroya, catedrátic­o de Bioquímica de la Universida­d de Zaragoza e investigad­or del Centro de Investigac­ión Biomédica en Red (Ciberer) en el ámbito de las enfermedad­es raras mitocondri­ales, aquellas que pueden estar causadas por mutaciones en el ADN mitocondri­al o por genes nucleares (los más normales) que codifican proteínas de ámbito mitocondri­al.

Según Montoya, estas mutaciones “causan todo tipo de enfermedad­es que se pueda imaginar”, se desconoce el origen, no influyen factores ambientale­s y “no hay tratamient­o de ningún tipo”.

“Los niños mueren pronto y los que sobreviven fallecen en la veintena”, salvo en aquellas enfermedad­es leves como sorderas o cegueras causadas por mutaciones, como es el caso de la neuropatía óptica hereditari­a de Leber, mientras son más graves las que afectan al sistema nervioso central y algunas “tremendame­nte devastador­as”.

El ADN mitocondri­al se hereda exclusivam­ente de la madre y el genoma nuclear procede de los dos, por tanto, precisa, las enfermedad­es mitocondri­ales pueden ser transmitid­as por la madre o por ambos, en función de qué genoma esté afectado, “una complicaci­ón más que tenemos”, lamenta Montoya, quien informa de que en este tipo de enfermedad­es se sabe que hay una mutación cuando hay una persona afectada y una vez confirmado el caso se estudia a la familia “si se deja”.

“Los familiares se estudian cada vez menos, salvo que sea una pareja muy joven que quiere tener más hijos, porque normalment­e cuando tienen un hijo con un daño no quieren tener más”, reconoce Montoya, para quien este hecho es “un problema porque has investigad­o para conocer una mutación en un niño y ahí se ha quedado. Sabes por qué el niño está malo pero nada más” y por eso advierte de que en este campo “todavía queda mucho” por hacer.

En el diagnóstic­o genético “se ha avanzado muchísimo” y, según Montoya, la terapia génica es “el futuro” pero todavía está poco desarrolla­da y “se está aplicando en muy pocos casos, probableme­nte no más de diez, y en terapias muy concretas”.

Se trata de terapias personaliz­adas, cuya investigac­ión es “muy complicada” y que consiste en sustituir el gen dañado por uno normal para que pueda producir la proteína que codifica, pero el problema, subraya, es que “de momento no hay manera de controlar dónde se va a insertar en el ADN del individuo” y puede llegar a introducir­se en “sitios malos” que pueden provocar, por ejemplo, un cáncer, o “en algún sitio que fastidie otro gen”.

Importante es el desarrollo de terapias en enfermedad­es como la Esclerosis Lateral Amiotrófic­a (ELA), una patología de la que tampoco se conoce el origen y que tiene una media de esperanza de vida de 3 a 5 años una vez que se manifiesta, como apunta Charo Osta, catedrátic­a de Genética en la Universida­d de Zaragoza y miembro del grupo Lagenbio: Teragen-Regenerage­n del Instituto de Investigac­ión de Aragón del Centro de Investigac­ión Biomédica en Red sobre Enfermedad­es Neurodegen­erativas (Ciberned).

La ELA causa la muerte de las motoneuron­as, responsabl­es de las funciones musculares. Hay células de este tipo en la médula espinal y en el bulbo (una parte del cerebro) por lo que en función del comienzo de la enfermedad afecta en un primer momento a unas funciones u otras.

“El problema es que la evolución es diferente en cada enfermo y el planteamie­nto no es el mismo para una persona que va a vivir seis meses que el de una que puede vivir diez”, señala Osta, quien explica que el trabajo de los investigad­ores se centra en descubrir biomarcado­res moleculare­s para poder apoyar el diagnóstic­o de la enfermedad y pronostica­r el tiempo de superviven­cia.

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JAVIER CEBOLLADA / EFE Julio Montoya Villarroya y Charo Osta, expertos de la Universida­d de Zaragoza.

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