Europa Sur

VIRUS, PUTIN Y LAS ENSEÑANZAS

- JOSÉ MARÍA PÉREZ JIMÉNEZ Inspector de Educación

TRAS el asedio que hemos sufrido, durante dos años, por parte de un virus que con, habilidade­s inusitadas, ha sorteado en oleadas sucesivas la limitada capacidad de respuesta del ser humano, obligándon­os a tomar conciencia de las grandes limitacion­es de nuestra especie, asistimos atónitos a una guerra que, al situarse en el contexto de los países denominado­s desarrolla­dos, nos preocupa especialme­nte, entre otros motivos, por las consecuenc­ias que pueda tener para nuestro bienestar. Dos ataques, el de un virus que sortea nuestras defensas naturales y ha puesto en cuestión los conocimien­tos científico­s acumulados y la invasión ordenada por un sátrapa, representa­nte de una oligarquía heredera de una potencia política y militar venida a menos y, por tanto, sumamente peligrosa.

Ambos fenómenos provocan estupefacc­ión, miedo, acrecienta­n la incertidum­bre en la que vivimos, y ponen en riesgo no sólo el bienestar logrado a lo largo de décadas sino, incluso, la vida. El virus se ha cobrado la de muchas personas por la debilidad de su salud, o porque les ha atacado, nunca mejor dicho, con especial virulencia; y el Ejército ruso está matando soldados y civiles ucranianos inocentes, por el simple hecho de haber nacido en un lugar determinad­o. Podríamos pensar que, en ambos casos, lo ocurrido responde sólo y exclusivam­ente a causas más o menos azarosas, sobre las que poca responsabi­lidad tiene el ciudadano de a pie. Sin embargo, no es así; lo que ocurre hoy puede ser consecuenc­ia de la sucesión de múltiples decisiones e innumerabl­es actos que se llevaron a cabo en el pasado. En un caso, cada vez parece más evidente que las condicione­s habituales en las que se desarrolla la vida del ser humano, y del resto de especies que habitan nuestro planeta, han colaborado al desarrollo de este virus letal; en el segundo, las decisiones tomadas por millones de ciudadanos, posiblemen­te bajo un manto de engaño y mentira que no han sabido o no han querido desvelar, ha aupado al poder a un dictador de nuestro tiempo enriquecid­o por la ausencia de escrúpulos que, bajo el cobijo de un imperio decadente, es capaz de lo peor.

Ambos desastres se podrían haber evitado o paliado y, lo que es más importante, pueden evitarse otros futuros, si los ciudadanos somos consciente­s de las consecuenc­ias de las decisiones que tomamos día a día. Y, en este sentido, la educación, las escuelas, juegan un papel fundamenta­l. Precisamen­te, en nuestro país está en fase de diseño la reforma de las enseñanzas derivada de la nueva ley educativa. Efectivame­nte, una nueva reforma, como las centenares que se han producido en los últimos años en la mayoría de países desarrolla­dos. Porque, en la actualidad, es especialme­nte dificultos­o dar con la tecla que permita conciliar, con un adecuado equilibrio, el conocimien­to acumulado que las nuevas generacion­es deben aprender, por su relevancia, con las nuevas preguntas a las que debemos responder para evitar caer en las redes de un virus incontrola­ble, o bajo la opresión de un psicópata sin la menor capacidad de empatía por el ser humano.

En una reciente entrevista, el catedrátic­o de historia Julián Casanova, al referirse a la invasión de Ucrania, terminaba diciendo que era fundamenta­l que en los centros educativos se enseñaran las auténticas causas que han dado lugar a este ataque contra la vida de las personas. En este sentido, la educación, junto con otros elementos como el conjunto de las institucio­nes del país, o los medios de comunicaci­ón, deben servir para conocer el pasado con rigor, y para interpreta­r la realidad, de manera que podamos adoptar las decisiones adecuadas, en aquello que depende de cada uno de nosotros, para prevenir el mal y el daño futuro. A fin de cuentas, para garantizar­nos el disfrute de un buen vivir. Pero esto no es posible si las enseñanzas no responden a un acuerdo educativo sobre aquellas que, acumuladas a lo largo de la Historia, es necesario que aprendan las nuevas generacion­es. Las que, por una parte, respondan a un criterio de rigor científico e histórico y, por otra, otorguen a los ciudadanos el desarrollo de las capacidade­s que están en consonanci­a con los principios acordados por la sociedad que, en nuestro caso, no pueden ser otros que los propios de la democracia real: la libertad con empatía, la soberanía ciudadana, la igualdad en los derechos, el respeto y cuidado de cualquier ser humano, el cumplimien­to de las obligacion­es legales, o la posibilida­d de crítica que permita desvelar los engaños.

La educación debe servir para conocer el pasado con rigor, y para interpreta­r la realidad, de manera que podamos adoptar las decisiones adecuadas

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