Discurso de Rafael Manzano
Querido presidente del Grupo Editorial Joly, cuyo buque insignia es el más que centenario Diario de Cádiz. Queridos miembros del Jurado.
Queridos amigos todos.
Hace algo más de diez años que el Ayuntamiento de Cádiz, mi ciudad natal, presidido por la actual presidenta de la Autoridad Portuaria, me hizo el honor de designarme como uno de sus hijos predilectos. Al pronunciar mis palabras de agradecimiento ya expresé mis sentimientos que vuelven hoy a af lorar a mis labios.
Cádiz, mujer al fin, como su Venus marina gaditana, me elegía con una arbitrariedad que solo una diosa podía permitirse, y que yo acepté profundamente emocionado, como acepté hace cinco años mi elección como académico de Bellas Artes de Cádiz, y ahora recibo de ustedes este galardón, entregado tan gratamente como solo puede ser una comida entre amigos. Un premio que intenta recordar a personas nacidas entre Jerez o Cádiz y los pueblos de la Bahía. Gracias pues, a los fundadores del premio, a los que me han precedido avalándolo con su categoría personal, y a los miembros del jurado que tan amicalmente han querido elegirme. Lo recojo como homenaje a mis padres, ambos gaditanos, profundamente enamorados de la ciudad, y especialmente en el recuerdo de mi madre que me transmitió su eterna nostalgia de una gaditana profunda que no pudo vivir en su ciudad más querida.
Como hemos podido ver, Cádiz periódicamente se acuerda de este pobre hijo pródigo, que ahora querría tener, como Góngora en su prodigioso soneto a su Córdoba natal, aquellos versos inmortales en que reconoce posibles ausencias en su recuerdo:
“Si entre aquellas ruinas y despojos que enriquece Genil y Dauro baña tu memoria no fue alimento mío, nunca merezcan mis ausentes ojos ver tu muro, tus torres y tu río, tu llano y sierra, oh patria, oh flor de España”
Cádiz a mí nada me debe, pero yo a Cádiz se lo debo todo, desde mi primera luz, en que me deslumbró con su ‘salada claridad’, y me donó esos especialísimos carismas con que marca a sus hijos más queridos: una cierta ‘vis oratoria’, un sentido del humor congénito y un talante profundamente liberal.
De mis padres, ambos gaditanos muy enraizados, heredé el resto. Él era hijo de un gran constructor naval, que tuvo un pequeño astillero en Puntales y que creó una fundición de metales, en el solar de la antigua alcazaba alfonsí y del teatro romano de la ciudad, necesaria para el equipamiento de los buques, y donde se fundieron también los primeros puentes de celosía del río Arillo, o del caño de Zurraque, y de muchos más en la provincia que sustituyeron a los antiguos vados.
Desmontado el astillero por la crisis económica de la primera Gran Guerra, construyó un pequeño barco de cabotaje, el Covadonga, en el corral de la Catedral Vieja, y lo intentó botar a lo lardo de una madrugada, desplazándolo con gatos por el Campo del Sur y la cuesta de San Juan de Dios, dando al amanecer la sorpresa a la ciudad, de encontrarse con un casco de barco encallado en las vías del tranvía delante del Ayuntamiento. Superada la Puerta del Mar, fue botado, o más bien introducido en el seno marino, por la grúa Hércules, de la Junta de Obras del Puerto, apurada hasta su carga límite.
Fue noticia nacional de primer orden, cantada en el Carnaval de aquel año y... para más datos consultar el Diario de Cádiz de 1909.
Mi padre era profundamente reflexivo, lógico e hizo política local con don Ramón de Carranza, saliendo elegido concejal en las elecciones del 14 de abril de 1931. Debió participar en la sanjurjada que le costó meses de cárcel en Cádiz. El mal funcionamiento del correo y del telégrafo lo salvó de un exilio en Villa Cisneros. Poco más tarde, ya casado y por razón de sus negocios, nos trasladamos a vivir a Jerez cuando yo tenía tan solo cuatro años. Hombre piadosísimo, me llevaba a diario a la Adoración Eucarística siguiendo el Jubileo Circular que iba recorriendo, día tras día, todos los templos de la ciudad. A la belleza de aquellos espacios, a sus bóvedas nervadas y a la arquitectura jerezana, en suma, debo mi vocación de arquitecto y mi interés por el gótico tardomedieval y el plateresco.
En cambio, a mis paseos gaditanos y a su arquitectura, en cierto modo complementaria de la jerezana, y que venía a Cádiz a dibujar con ansioso interés, debo todo mi amor al clasicismo y al barroco.
Los tomos de la Historia del Arte de la editorial Labor que mi padre ponía a mi disposición me sirvieron de introducción al conocimiento de las Artes. Pronto mi padre me llevó al despacho, en la Biblioteca Municipal de Jerez, del inolvidable don Manuel Esteve Guerrero, con el que recorría las iglesias y palacios de Jerez, ayudándole en los levantamientos arqueológicos de Asta Regia. Mi madre, gaditana genial, artista intuitiva, copista del Caravaggio y de los caravaggistas holandeses, me inició en las artes del dibujo. Ella me transmitió también su amor a Cádiz y su nostalgia. Nunca llegó a asumir su traslado a Jerez. “Hijo mío estoy aquí, aburrida, desterrada en este pueblo... Tu padre me trajo aquí engañada...”. En Cádiz quedaban su familia, sus amigos, sus rincones más queridos.
Fui a veranear cuando tenía 16 años al balneario de Alhama de Granada, que era patrimonio familiar por mi abuelo materno, y allí me enamoré de una prima mía, y con ella, de Granada y del arte nazarí.
Poco después, con gran sacrificio económico de mis padres inicié mi carrera en Madrid. Allí encontré a mis grandes maestros, Torres Balbás, Gómez Moreno,
Chueca, que reafirmaron mi interés por la arquitectura hispano-musulmana y por el mundo clásico. Finalmente, después de una cierta permanencia en Madrid, volví a Sevilla, la vieja capital del reino en que nací, y allí en su Escuela de Arquitectura he impartido docencia. He tenido grandes discípulos, muchos de ellos gaditanos con los que mantengo intensa amistad. Alguno ha conciliado la Arquitectura con su vocación eclesiástica. El resto ya lo conocéis.
Muchos han dudado y discutido sobre mi ciudad de origen: ¿Cádiz?, ¿Jerez?, ¿Granada?, ¿Sevilla?. Sí, pero los más conspicuos decían, “ni es de Cádiz, ni es de Jerez, es de Puerto Real”, ese lugar de la Bahía, donde veraneaban las familias gaditanas de una época en casas bellísimas. Así era la de mi abuela, en la que pasábamos largas temporadas de vacaciones y cuyo mobiliario, pinturas y paisajes románticos de los Fedriani, Godoy el Mudo y otros pintores gaditanos y, sobre todo, su arquitectura y su ambiente irrepetibles, marcaron para siempre mi sensibilidad. En tanta confusión yo siempre preguntaba, pero ¿de dónde puedo ser si no es de Cádiz?. Soy un producto netamente gaditano, ¡Sólo puedo ser hijo de esta tan singular y única ciudad! Me hacéis hoy un honor inesperado y que acepto como venido de una madre, aún reconociendo mis escasos méritos. Que las madres son un tanto arbitrarias y tienen como una especial debilidad por alguno de sus hijos. Y de hecho fui también un poco ‘ojito derecho’ de la mía.
Después de haber trabajado en casi todas las Andalucías, no dejo huella perceptible en mi ciudad de origen. Participé en las discusiones sobre la conservación de nuestra marmórea Catedral, y quise intervenir en ella cuando estuvo largos años cerrada al culto, pero el entonces director general de Bellas Artes se decidió por un gran arquitecto asturiano, José Menéndez Pidal. Luego trabajaría en ella con éxito, y dedicándole una gran monografía, un alumno mío, Juan Jiménez Mata, al que pediría que reconstruyera sus acróteras, candeleros y remates hoy perdidos.
También volví a participar en las discusiones sobre el muelle de contenedores y el de la Punta de la Cabezuela, e incluso proyecté una estación marítima nunca realizada para nuestro Puerto, aprovechando un gran almacén sin uso y al que rodeaba de un peristilo griego. Seguramente hubiera sido más bello que funcional, pero lo hice con gran ilusión, luego frustrada.
Pero el honor que me concedéis se agiganta por la trascendencia de Cádiz entre las ciudades de Occidente, a las que gana a todas en antigüedad documentada y en belleza de asentamiento. Fundada por los tirios como colonia púnica, visitada por los griegos focenses, los fenicios implantaron aquí el comercio y la industria de los metales más importantes de Occidente, proyección marítima también del gran emporio tartésico, citada en todos los periplos de los geógrafos antiguos.
¡Cádiz, siempre alegre, siempre feliz, siempre ingeniosa hasta la genialidad. La ‘Iocosae Gádes’ de las grandes fiestas primaverales romanas, de la primera singladura anual, al lejano Oriente, verdadera premonición de sus festivas ‘carnestolendas’ cristianas!
Cuando cayó Paphos en Creta, la isla de Venus en el oriente Mediterráneo, Afrodita, la diosa nacida de las ondas del mar, huyó a Occidente, traspasó las columnas Heracleas y fundó en Gades su santuario, a la sombra del de Heracles, el gran héroe mítico engendrado en la lejana Tyrins homérica. Todavía en el siglo XVIII, la cantaba Lord Byron, enamorado de Cádiz y de sus mujeres, en su Childe Harold.
Estuve en Roma en una gran exposición celebrada hace años en el Palacio Farnesio. Allí estaba ella, de nuevo y de paso, de donde había sido llevaba a Nápoles por nuestro Carlos III, la marmórea beldad de la Venus Callipige, más que probable retrato de aquella famosa ‘hetaira’ gaditana que escandalizó a Marcial bailando desvergonzadamente ante sus atónitos ojos al son de la ‘baeticae crusmatae’, esas castañuelas que todavía hoy vemos tocar como instrumento mayor en las obras hispánicas de Strauss por la Orquesta Sinfónica de Viena.
¡Cádiz, siempre liberal, cuna de nuestras libertades patrias! Y cuna de aquellas Cortes Constituyentes que engendraron la primera Constitución española –la de Bayona no lo fue–, recordando siempre con orgullo el glorioso sitio de Cádiz, ante cuyos muros se humilló el ejercito napoleónico del General Víctor, y cuyo suelo no fue hollado por plantas francesas. El segundo y modesto asedio gaditano fue el de los Cien Mil Hijos de San Luis, que venían a Cádiz a rescatar de los liberales a Fernando VII, que hacía volar cometas, tal vez para espionaje, desde la azotea de su palacio gaditano. Siempre me ha impresionado que al llegar al paso de Despeñaperros y contemplar desde allí una vista de Andalucía, donde en la lejanía se vislumbraba el pueblo de Bailén, el Duque de Angulema, General en Jefe de la expedición, hiciera presentar honores militares en homenaje a Andalucía ante aquel mágico paisaje. En cambio, la toma del caño e islote fortificado de trocadero, lo consideraron como una revancha de las desgracias militares del General Víctor, y el nombre prosperó en la toponimia parisina en el conmemorativo Palacio del Trocadero, Le Palais Du Trocadéro.
Este es el origen de la presencia en Cádiz de nuestro Federico Joly, cuyo padre era uno de aquellos soldados franceses que quedaron en España para que el Estado español le abonase a Francia ‘en cómodos plazos’, los gastos de la expedición militar.
Estos y otros múltiples sentimientos me embargan y acuden a mi cabeza en estos momentos.
No debo alargarme más. Espero compartirlos, despacio y en breve con vosotros. Pero sobre todos ellos mi más profundo agradecimiento.
Gracias, amigos y paisanos, por haberme devuelto como hijo pródigo a mi ciudad, al alcanzar yo una edad de la vida, en la que conviene que todas las cosas vuelvan a su origen.