Europa Sur

La casual historia del Monumento a Colón

Un viaje accidental a Huelva propició la iniciativa norteameri­cana gracias a la que se construyó la emblemátic­a estatua de la Punta del Cebo

- Paco Muñoz

Desde la antigüedad el ser humano ha achacado muchos de sus vaivenes, de sus éxitos y fracasos, de sus desgracias, sus miserias y sus cuitas al destino. Al karma, a Dios o al Universo. Es verdad que a menudo se desatan sucesos aparenteme­nte inconexos que terminan enlazados los unos con los otros formando extraordin­arias carambolas que conducen a acontecimi­entos tan inesperado­s que no queda otra que achacarlo a algo más que la suerte o a la casualidad. Miren, si no, a ese hombre. El que está ahí de pie. Observa con curiosidad cómo se aleja de los muelles del Puerto de Cádiz el barco que iba a llevarle de vuelta a Nueva York. Cree que ha tenido mala suerte porque, lógicament­e, no sabe que el percance y las posteriore­s decisiones que tome van a cambiar el curso de las cosas. De la vida, en mayor o menor medida, de muchas personas en una tierra que apenas conoce de oídas. Es consciente de que a estas alturas cualquier lamento por haber perdido su viaje es vano, así que el hombre baja la cabeza, consulta el reloj que cuelga de su bolsillo, hace una mueca y sonríe.

“Qué demonios” –parece pensar– “Hagamos algo divertido”.

Mira a su alrededor, pensando cómo aprovechar su estancia en España hasta que zarpe el próximo barco dentro de unos días, y entonces ve el océano. Lo observa, tan inmenso, tan imponente, y se pregunta de qué tipo de pasta debían estar hechos Cristóbal Colón y sus marineros para lanzarse a la aventura de atravesarl­o desde Palos hasta América. Entonces cae en la cuenta de que aquel puerto de partida no debe estar a más de ochenta millas de Sevilla, y ésta a otras ochenta de donde él mismo se encuentra ahora, y se le ocurre que no estaría nada mal darse una vuelta por allí. Sin perder tiempo se gira sobre sus talones y sale por donde ha venido hace apenas unos minutos. Como si realmente nunca hubiera pensando irse, abre la puerta de su reluciente Hispano Suiza, se quita con cuidado la estrecha chaqueta, la dobla y, tras colocarla suavemente en un asiento, sube al coche para poner rumbo a Huelva.

El viaje, aunque seguro que incómodo en muchos momentos, termina siendo más rápido de lo esperado, de modo que tiene tiempo, antes de lanzarse a ciegas por las carreteras de la provincia, a curarse en salud y visitar a un conocido, Gervasio, que trabaja en la Río Tinto, para que le explique cómo llegar al lugar desde el que había partido el famoso navegante . Siguiendo las indicacion­es de su amigo, toma un pequeño velero que hace las veces de transborda­dor y termina, hora y media después, con los pies en el Muelle de La Rábida. Consulta otra vez su reloj, contempla el paisaje y sube hasta el Monasterio. Nadie le espera, claro, porque allí no hay prácticame­nte nadie. Unos amables guardas le enseñan el recinto. Hay Historia entre aquellas paredes, piensa mientras lo visita. Casi puede percibir el sonido de las pisadas de Colón y Fray Juan Pérez en el mismo patio que recorre ahora.

Piensa en todo eso ensimismad­o, casi en trance hasta que se percata de que ya ha salido del Monasterio y de que muy cerca, a unos 200 pies, se alza una enorme columna de mármol erigida por Ricardo Velázquez en honor de Cristóbal Colón en 1892, tal y como puede leer en una borrosa placa. Un cartel que dice: “Peligroso, Entrada Prohibida” y el visible (y palpable) deterioro de la escultura lo sacan de su ensoñación para arrastrarl­o hacia una realidad que, como casi siempre, es mucho más fea y desagradec­ida: el acontecimi­ento histórico que se había gestado en aquel mismo sitio tenía como única contrapart­ida, como triste recuerdo, un monolito que se hacía añicos con solo tocarlo. Fue en ese momento cuando William Hussey Page, ilustre abogado e inf luyente neoyorquin­o, pensó que si existía un lugar en el mundo en el que los americanos hubieran querido “homenajear al hombre que impulsó la civilizaci­ón en América”, sin duda sería ese, y decidió que se entregaría en cuerpo y alma a conseguirl­o.

A los pocos meses de su fugaz paso por Huelva, el 22 de diciembre de 1917 y ya de vuelta a su país, Page pronuncia un discurso en el New York Athletic Club (del que años atrás había sido presidente) en el que expone los pormenores de su excursión por los hoy Lugares Colombinos y se compromete a trabajar para que el pueblo norteameri­cano levante un monumento a Colón digno de su proeza. Antes, claro, había que esperar a que acabara la Gran Guerra y a que las circunstan­cias del mundo fueran distintas, algo más tranquilas. La cosa es que ahí quedó la promesa, y William Hussey Page, un hombre de palabra, retomó la idea casi una década después, en agosto de 192. Había llegado el momento, creía, de iniciar los trabajos para recrear “un monumento en Palos o La Rábida” tal y como escribió en una carta a su amigo Thomas J. Regan. Parece que Page ya tenía muy claro cuándo quería que se hiciera, pero también dónde: “Este lugar o uno cercano a donde está el Convento de

El acontecimi­ento tenía como único y triste recuerdo un monolito que se hacía añicos

Page pronuncia un discurso en el New York Athletic Club y promete construir el monumento

La Rábida, podría ser el adecuado”; e incluso sabía quién debía diseñar “un memorial que sea análogo en el concepto y de igual importanci­a, tanto para los ojos de América como los de Europa, como el monumento de St. Nazaire”, que era una estatua erigida hacía muy poco en homenaje al desembarco del Ejército norteameri­cano en Francia durante la I Guerra Mundial. Su autora, una mujer reconocida mundialmen­te no solo por sus dotes como escultora, sino también por su gran labor de mecenazgo y, sobre todo, por ser una de las más ricas y mejor situadas de Estados Unidos:

Durante dos años estuvo la escultora lidiando con proveedore­s, materiales, dudas y problemas

El acto del Columbus Day celebrado en Filadelfia sirvió para lanzar la propuesta

Gertrude Vanderbilt Whitney. “Cada vez que veo una foto del monumento de la señora Whitney en St. Nazaire –explicaba Page– me pregunto por qué los americanos no piensan en una idea parecida para Colón en Palos”.

A veces las cosas pasan por una combinació­n de extrañas y grandes casualidad­es. Por ejemplo, fue casual que el clan de los Vanderbilt llegara desde los Países Bajos precisamen­te hasta Nueva Amsterdam (luego conocida como Nueva York) tres siglos antes, o que acabaran dedicándos­e al transporte de mercancías en velero y que, muchos años después y mejorando el negocio familiar, Cornelius Vanderbilt I, El Comodoro, se convirtier­a en uno de los operadores de buques de vapor más grandes del país. También fue segurament­e el azar lo que determinó que su nieto, Cornelius II, terminara sus días como el magnate americano del ferrocarri­l, o que su hija Gertrude se casara con el inquieto, y millonario como ella, Harry Payne Whitney y que decidiera que lo suyo no iba a ser la vida delicada de la alta sociedad neoyorkina, sino el arte, y que se fuera a vivir a París para aprender del mismísimo Auguste

Rodin, y que aquello ahondara en su gusto por los viejos países de Europa a los que su pueblo había ‘salvado’ en la Gran Guerra, y que en su recuerdo levantara el Monumento al desembarco en St. Nazaire. Justo el que reactivó la promesa de Mr. Page y su deseo de que fuera realizado por la propia Valderbilt Whitney.

La cosa es que Mr. Regan entregó la carta de Page a Gertrude Vanderbilt Whitney y que no tardó mucho en responder: al día siguiente, el 1 de septiembre de 1926, enviaba una misiva en la que manifestab­a su ferviente deseo de participar en el proyecto. Se atrevía además a sugerir cuál era el mejor momento para hacerlo público: el Columbus Day, que se llevaría a cabo el 12 de octubre de ese mismo año. De paso, recomendab­a que la difusión y publicidad de la iniciativa estuviera a cargo de Ivy Lee, reputado publicista por entonces y que hoy considerad­o como uno de los padres de las relaciones públicas. Así fue como el acto central del Columbus Day celebrado en Filadelfia sirvió así para lanzar la propuesta a la sociedad norteameri­cana. El 16 de octubre se formaba el Commitee Columbus Associatio­n, la entidad que se encargaría de la financiaci­ón y la construcci­ón del monumento y que poco después acabó constituid­a como Fundación, la Memorial Columbus, que consiguió nada menos que 300.000 dólares de entonces mediante colectas populares con los que se pagaría el gigantesco regalo al pueblo español.

El primer viaje de Gertrude Vanderbilt a Huelva lo hizo en marzo de 1927. Quería saberlo todo. Dónde iría construido, qué piedras se iban a selecciona­r o cómo se realizaría la importante obra de ingeniería necesaria para adentrar en la ría el espacio donde iría el monumento. Miss Whitney, como ya se conocía por entonces a la escultora en Huelva, aseguraba a la prensa local que “será, por su importanci­a, el segundo del mundo”.

Quizás no fuera para tanto, pero trabajo sí que dio. Durante dos largos años estuvo la escultora lidiando con contratos, proveedore­s, materiales, dudas y problemas. La escultora envió a Florence J. McAuliffe a vigilar sobre el terreno el desarrollo de las obras, que corrieron a cargo del contratist­a Ángel Albelda.

Ya en marzo de 1929 la propia Whitney regresó para supervisar los últimos detalles y entregar el monumento. De París a Madrid y de allí hasta Sevilla, pasando por Mérida, hasta llegar a Huelva. Ella misma condujo su coche, lo más deprisa que podía, ansiosa por ver su obra terminada. Tendría que esperar un poco todavía, porque a menos de un mes de la inauguraci­ón oficial, anunciada para el 21 de abril de 1929, el monumento aún no estaba ni mucho menos listo. “Siempre es mañana”, se lamentaba Gertrude V. Whitney cuando se refería a sus prisas por terminar frente a la desesperan­te parsimonia de los constructo­res. No tuvieron que ser fáciles aquellos días en Huelva. Disputas con los obreros, disputas con los contratist­as, con el Puerto, con empresario­s, con organizado­res, con embajadore­s… Para colmo, la habían alojado, a sus 54 años y con toda una vida de lujo a sus espaldas, en una habitación rancia y ruidosa, de muebles gastados y alfombras raídas, aunque no parecía que aquello fuera un gran problema para ella, preocupada mucho más por cómo y cuándo se colocarían las últimas piedras o por su manejo del idioma español. En un alarde de practicida­d, hizo de su diario un cuaderno de viaje, con anotacione­s como calie al lado de street,

may.sah junto a table o la quenta (traducido como how much).

También encontró durante su estancia momentos para pasarlo bien. Iba con asiduidad a Sevilla, donde se celebraba la exposición universal, al tiempo que apuntaba en su cuaderno singulares transcripc­iones de un vocabulari­o para asuntos menos trascenden­tes, como ginebra y hereth.

Así pasó los días. La primera semana ya se sentía cargada de emociones; en la segunda no cesó la actividad: recibir nuevas piedras, colocarlas, ultimar detalles… En la tercera se echaba las manos a la cabeza ante la posibilida­d de que la inauguraci­ón se pospusiera hasta el 3 de agosto. La cuarta, al fin, fue la semana de los preparativ­os y los ensayos hasta que se colocó la última piedra, en la cabeza de Colón, y se izó una bandera blanca para que todos supieran que el monumento estaba acabado. Ese día, McAuliffe invitó a los trabajador­es a unos barriles de vino y cerveza, así que la escultura aprovechó la fiesta para entrar en la cámara, que estaba ya –exceptuand­o el techo– prácticame­nte acabada. Miraba de un lado a otro, asintiendo y pensando, satisfecha, que el Rey y la Reina no habían quedado tan grandes como temía. Salió y, con el lejano ruido de fondo de la fiesta como banda sonora, se alejó todo lo que pudo para ver su trabajo. Un abrumador sueño hecho realidad en grandes bloques de piedra que causaban un efecto espectacul­ar en quien lo mirara.

El 21 de abril Huelva fue una fiesta, pero William H. Page no estuvo allí para verla. Ni siquiera hay constancia documental sobre lo qué sintió cuando la loca y casual idea que tuvo doce años atrás se había transforma­do en una impresiona­nte estatua de 37 pies de altura. Quería Page que el lugar donde se alzara fuera “uno al que puedan llegar los buques de travesía de mucho tonelaje”, y que la estatua estuviera colocada de forma que quien la viera desde el océano sintiera lo mismo que quienes divisaban la Estatua de la Libertad al llegar a Estados Unidos después de cruzar el Atlántico. Quién sabe si Page también estuvo ese día mirando al monumento a Colón desde allí, junto a la estatua de Liberty Island. Algo más lejos que Whitney (casi 6.000 kilómetros de océano más allá), pero al fin y al cabo prácticame­nte ahí enfrente. Casualidad­es de la vida.

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 ?? TODAS LAS FOTOS: GERTRUDE VANDERBILT WHITNEY PAPERS, 1851-1975. SMITHSONIA­N AMERICAN ART MUSEUM COLLECTION ??
TODAS LAS FOTOS: GERTRUDE VANDERBILT WHITNEY PAPERS, 1851-1975. SMITHSONIA­N AMERICAN ART MUSEUM COLLECTION
 ?? ?? A la izquierda, la llegada de las autoridade­s el día de la inauguraci­ón del monumento. Abajo, Gertrude Valderbilt Whitney en un retrato y, al lado, posando junto a la cabeza de la estatua antes de que fuera colocada.
Las últimas fotos correspond­en a algunos momentos de la construcci­ón y al intercambi­o de cartas entre la escultora y Page.
A la izquierda, la llegada de las autoridade­s el día de la inauguraci­ón del monumento. Abajo, Gertrude Valderbilt Whitney en un retrato y, al lado, posando junto a la cabeza de la estatua antes de que fuera colocada. Las últimas fotos correspond­en a algunos momentos de la construcci­ón y al intercambi­o de cartas entre la escultora y Page.
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