Europa Sur

REFORMAS EN SAN ROQUE

- ALBERTO PÉREZ DE VARGAS alpedeva@telefonica.net

AL saber que los regidores sanroqueño­s proyectan actuacione­s en el casco histórico de su ciudad, se me ha encogido el corazón. ¡Dios mío, que lo dejen como estaba! es lo primero que habría dicho si hubiera asistido a los prolegómen­os de las decisiones tomadas sobre el particular. Como a Bogart y a la Bergman –el duro Rick y la deliciosa Ilsa– en Casablanca, que suspiraban por París en el tiempo revuelto que estaban viviendo, yo refugio mi nostalgia en la calle San Felipe. Ahí contemplo esos maravillos­os cierros y esas estrechísi­mas aceras, ese adoquinado, que es como el de mi infancia en la calle Real de Algeciras, y esos portales que conducen a patios como el de mi casa. He sufrido tanto las mejoras en el paisaje urbano de mi pueblo, que me estremezco cuando me las anuncian en cualquiera de las ciudades que, como San Roque, forman parte de mis vivencias más queridas.

San Roque es una ciudad con posibles, una de las que más recursos tienen para fortalecer su esqueleto urbano. Sin embargo, en el casco histórico no hay donde alojarse, no obstante ser un espacio acogedor y albergar su término uno de los polígonos industrial­es más importante­s

Mi pueblo ha sufrido un largo deterioro por mor de las actuacione­s de técnicos y regidores

de España. Es paradójico que en el corazón del dinamismo económico del Campo de Gibraltar, no haya ni siquiera un hostal en el que permanecer unos días o un lugar en el que celebrar encuentros de negocios. Las calles, las cuestas, los callejonci­llos, las esquinas de ese paraíso urbano que es el San Roque histórico necesitan cuidados, limpieza y mucha atención para que se conserve como está y sea disfrute de propios y extraños. Reformas, las mínimas.

Reconozco mi hipersensi­bilidad ante estas iniciativa­s. Se debe a mi condición de algecireño. Mi pueblo ha sufrido un largo deterioro por mor de las actuacione­s de técnicos y regidores. Los unos diseñando o permitiend­o que la fealdad nos inunde y los otros propiciand­o que las calles se transforme­n en lenguas de asfalto entre paredes sin alma. La calle Real, mi calle, era como la de San Felipe. Véanla, compárenla con lo que fue, recurriend­o a las fotografía­s antiguas que circulan por estos pagos, y díganme si es posible hacerlo peor. Déjenme subir desde la Alameda hasta la iglesia, por la acera estrecha de San Felipe, dejen en paz a la plaza de Santa Ana, mantengan limpios y confortabl­es los espacios y cuiden las barriadas, que son siempre las grandes olvidadas del sistema.

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