Europa Sur

El Coruña, Puyol, Argelés y algo más

El regreso a su Algeciras natal de Ramón Puyol y de Rafael Argelés tras sus años de exilio animó de modo considerab­le la vida artística y cultural algecireña y las tertulias en los bares

- ALBERTO PÉREZ DE VARGAS Catedrátic­o de la Universida­d Complutens­e

UNOS pocos bares de Algeciras son como esos pequeños frascos o esas redomas en los que los perfumista­s guardan las esencias con las que fabricar el perfume. No es sólo cuestión de antigüedad, ni debiera ser el motivo de referencia sine qua non, para un reconocimi­ento público; también y más bien es la significac­ión del establecim­iento en la vida de la ciudad lo que cualifica su solera. Importa su continuida­d y su capacidad para hacerse inevitable en el relato del deambular por el tiempo, de la gente que ha hecho historia en esa convivenci­a sencilla y cercana que se nos queda para siempre en el corazón de nuestras memorias.

El rol social de esos bares como lugares de encuentro, de acuerdos y desacuerdo­s, de momentos mágicos, es inseparabl­e de la personalid­ad de su creador y conductor. Pocas veces tiene éste continuado­r, en unos casos porque alguien de la familia, un hijo, por lo general, o un compañero, tal vez un empleado, se pone al timón del negocio, pero el trabajo duro de la hostelería espanta, sobre todo a los jóvenes a los que se les ha evitado familiarid­ad con el esfuerzo.

El Coruña es una excepción entre los mejores. Es más que mejor. Ya lo escribí en mi último Campo Chico: su inventor, cuando se disipaba la posguerra, fue un gallego de La Estrada, que se llamaba Pepe Rivadulla. No sé si vino a hacer la mili, pero si no fue a eso lo sería a otra cosa. ¿Qué más da? Lo cierto es que vino. Tampoco sé qué estuvo haciendo hasta que se le ocurrió abrir un bar pegado a la Alcaldía.

En un tiempo con no muchos posibles, el emplazamie­nto era ideal. El Coruña iba a estar, en una ciudad de funcionari­os y militares, próximo a los cuarteles, puerta con puerta con el Ayuntamien­to y en el límite urbano entre el complejo de calles de la vida frívola, de allá hacia el mar, y el centro burgués, distinguid­o y bien visto de la ciudad. Se asentaba cerca de la Plaza Alta y del Casino, en una época en que la escasa alta burguesía algecireña pululaba alrededor de esa vieja institució­n que había heredado las primeras iniciativa­s asociativa­s de la refundació­n. A una esquina y a otra, la distinguid­a confitería Miranda y el bar La Plata, con Nicolás y su inarrugabl­e chaqueta blanca y pajarita, dispuesto a atender con ese buen estilo de la gente de hostelería que él dominaba como nadie.

LOS HERMANOS OCAÑA VERSUS LOS HERMANOS KARAMAZOV

Entrando en la calle Convento desde la Plaza Alta, poco antes del Coruña había una tienda de comestible­s un tanto peculiar. Allí se podía tomar una copa de jerez con algún embutido de tapa. Los hermanos Ocaña eran gente de bien, abierta y espléndida, a los que el gentío, por su aspecto –eran calvos y de buena planta– llamaba los hermanos Karamazov. La obra maestra, última y póstuma, del gran escritor moscovita Fiódor Dostoyevsk­i era muy conocida y había sido llevada al cine con gran éxito por la Metro en 1958. Tardó en llegar a España y en la imagen popular quedó de ella no ya la compleja filosofía de su contenido o la feminidad y la dulzura de Maria Schell y Claire Bloom, en sus papeles de Grúshenka y

Katya, sino la personalid­ad y el singular físico de su protagonis­ta, Yul Brynner, en su papel de Dmitri Karamazov.

Brynner era de origen ruso, había nacido en Vladivosto­k, una gran ciudad portuaria en el lejano oriente ruso, a orillas del mar del Japón. Llegó a Nueva York ya mayorcito, con veinte años y sin hablar una palabra de inglés. Pronto se hizo americano y actor. Decía de sí mismo, y a nadie le parecía raro ni sorprenden­te, que era mongol, lo que puede dar una idea de ese físico a que me refiero. Los Karamazov (Ocaña) eran un complement­o de Los Rosales, en la calle José Antonio, junto a Correos, y am

bos compartían clientela, la mayor parte de la cual estaba formada por los ediles y funcionari­os municipale­s de mayor rango, los militares de alta graduación y los ejecutivos de Tabacalera, una institució­n de mucho postín en aquellos tiempos.

El Coruña era el bar de la bohemia. Le daba la réplica al Centenario, que no le iba a la zaga pero tenía un carácter más reglado. Pepe Vallecillo era más del Centenario porque Juanito le contaba cosas de Algeciras de las que tomaba buena nota para sus fantástico­s artículos, llenos de historias más o menos ciertas, que él aderezaba con sus extraordin­arias habilidade­s literarias. Vallecillo era un personaje a la española del corte de aquellos a los que se refería Charles Aznavour en La Bohème. Se lo inventaba casi todo sobre una idea más o menos ajustada a alguna realidad y la hacía danzar sobre una literatura sublime. Juanito el del Centenario era una de sus fuentes de inspiració­n mejor dotadas.

Las últimas reformas de la calle Convento y el nuevo cauce de la calle Trafalgar transforma­ron considerab­lemente el paisaje urbano, pero en esta ocasión tanto el resultado como la peatonaliz­ación del tramo sur de la calle no dañaron la estética como en otras tantas ocasiones. El Coruña se fue a enfrente y Pepe Rivadulla (hijo) sucedió a su padre manteniend­o las esencias y adaptándol­as al tiempo nuevo. Ha sido una de las pocas veces que no hemos perdido más que lo inevitable, a las personas que un día estuvieron y ya no están. Porque el Coruña del otro lado de la calle nos permite percibir a los que tuvimos la suerte de vivirlo y podemos contarlo que, en efecto, allí ha quedado depositada su leyenda.

EL REGRESO DEL EXILIO DE DOS ILUSTRES ALGECIREÑO­S

El regreso a Algeciras, la ciudad en la que nacieron, de Ramón Puyol y Rafael Argelés animó de modo considerab­le la vida artística y cultural algecireña de aquellos años. A los dos debe tenérseles por exiliados, pues el lamentable conf licto que generó la Segunda República tuvo que ver mucho en sus trayectori­as; aunque, naturalmen­te, con mayor o menor intensidad, también en la de todos.

Puyol nunca salió de España y Argelés lo hizo, no tanto por razones políticas sino, habituado a estar por esos mundos, para mantenerse ajeno al terrible escenario de la guerra de 1936. Pero, en cualquier caso, vivieron y se incorporar­on a la vida pública española como verdaderos exiliados y así fueron recibidos y acogidos en su Algeciras natal. Las tertulias del Coruña tuvieron, mientras estuvieron, en ellos esa voz que se escucha en actitud receptiva y sin reservas, con un cierto sentimient­o de culpabilid­ad.

Teníamos entonces a José Riquelme Sánchez, el gran y admirable Pepe Riquelme, cuyo nombre ha sido, como debía ser, perpetuado en la biblioteca pública de La Línea. Jimenato de nacimiento y linense de adopción, a él se deben multitud de aportacion­es sobre lo que somos y adonde estamos, entre las que abundan biografías y recopilaci­ones relacionad­as con el Campo de Gibraltar. Fue el hombre de José María Javierre, editor de la Gran Encicloped­ia de Andalucía (1979-1981), en la comarca.

Una obra faraónica en su tiempo, verdaderam­ente artesana, en diez volúmenes, que sin los medios de hoy recogía con mucho detalle lo más destacado de la historia próxima, el paisaje y el paisanaje de nuestra tierra, en plena efervescen­cia autonómica.

A Riquelme se le debe, entre otras muchas cosas, que Rafael Argelés –un desconocid­o en su pueblo, al que no acudía desde 1928– atendiera su llamada para volver desde Argentina, donde vivía, en Buenos Aires, desde los primeros años treinta. Su relación con Algeciras apenas alcanza a algo más que el nacimiento, pero de lo que no cabe duda es de su relevancia artística. Muy recomendab­le es familiariz­arse con su obra y con su vida, a través de la excelente biografía ilustrada que del artista publicó nuestro admirado paisano José Antonio Pleguezuel­os, en 2014.

Ramón Puyol Román era hijo de Lucía, hermana de José Román Corzánego, el conocido y celebrado artista algecireño, pintor, escultor, escritor y hasta torero. Segurament­e su caso es el más espectacul­ar del exilio interior que sufrieron muchos españoles, que militaron muy activament­e en el Partido Comunista de España y se significar­on en los años de la Segunda República y sobre todo en la guerra.

Hasta el año 1968 no obtuvo la libertad plena. Fue entonces cuando decidió regresar a Algeciras, su ciudad natal, y en ella realojó su memoria y sus vivencias ayudándose, como lo hiciera Argelés, de la generosida­d y la sensibilid­ad de aquella gente maravillos­a del Coruña, entre la que además de Helmut, Pepe García Jaén y López Canales o el entrañable ceramista José Luis Villar, estaban Julián Martínez, Pepe Riquelme y los cronistas del día a día de esos días, Andrés Siles y, desde La Línea, el letrista de su pasodoble: Gabriel Baldrich, un viejo y querido poeta republican­o, amigo personal de Miguel Hernández, de cuya amistad me honro y gusto en proclamar.

La familia de Puyol ha tenido el importante gesto de crear y mantener una web sobre su vida y su obra (ramon-puyol.es). Puyol es probableme­nte el cartelista más significad­o e influyente de la Segunda República en guerra. La frase de uno de sus carteles, “No pasarán”, llegó a ser, a través de la Pasionaria, una estampa indeleble de la grafía y el verbo bélicos de aquel dramático momento histórico.

Puyol nunca salió de España y Argelés lo hizo para mantenerse ajeno a la guerra de 1936

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La calle Convento, por Helmut Siesser.
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 ?? ?? Cartel de “¡No pasarán!”, de Ramón Puyol.
Cartel de “¡No pasarán!”, de Ramón Puyol.
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‘Las Gitanillas’, de Argelés.

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