LECTURAS JUVENILES
ES habitual escuchar a los amantes de los libros decir que de adolescentes descubrieron la lectura con El diario de Ana Frank, El guardián entre el centeno o -la mayoría- con El principito.
No fue ese mi caso ya que esos libros cayeron en mis manos siendo ya adulto y quizá sea por ese “decalaje cronológico” que no me llegaron a interesar al punto de no terminar de leer ninguno de ellos. Mi iniciación literaria fue más prosaica y, sobre todo, barata ya que se limitaba a las novelas del Oeste de a duro.
Bastaba con una mínima inversión para adquirir dos o tres ejemplares que, por un par de céntimos (de peseta), se cambiaban por otros en los quioscos y así se disponía de un suministro de lectura casi inagotable. Marcial Lafuente Estefanía (e hijos), Francisco González Ledesma (Silver Kane), Eduardo de Guzmán (Edward Goodman) o Ángel Cazorla (Kent Wilson) eran algunos de los prolíficos autores de aquellas novelitas que bebían argumentalmente de los westerns cinematográficos o de los grandes escritores del género: Zane Grey (dentista de Ohio amante de la naturaleza que imaginó en sus novelas la conquista del Oeste tal como después la veríamos en las películas) o Karl May (autor alemán creador del apache Winnetou y de su amigo Old Shatterhand, aventurero y alter ego del propio escritor).
Quizá fuese poco apropiado el modo en que aquellos jóvenes lectores entramos en contacto con la ética y la moral de los adultos. Eran unos relatos en los que todo era extremo: el amor, la lealtad, la justicia, la ambición, la venganza… y todo ello servido con desmesurada crudeza, como suele decirse, “sin anestesia”. Nos familiarizamos con vaqueros, forajidos, tahúres, prostitutas de saloon, asesinos o charlatanes y nos fascinaron aquellos tipos tan parcos de palabras como rápidos de manos a la hora de desenfundar, que jugaban al póquer, bebían whisky como si fuera agua y vivían con la muerte acechándoles en cada esquina. A los ojos de hoy aquellas novelitas son menospreciadas no tanto por su valor literario (que no era mucho) sino por ser un género políticamente incorrecto.
Sin embargo, si algo aprendimos del espíritu indómito de las gentes del salvaje Oeste fue a admirar el poder del individuo para salir adelante por sí mismo. Marcial Lafuente Estefanía sin más armas que un libro de Historia de Estados Unidos, un viejo atlas y una guía telefónica (para sacar los nombres de los personajes) construyó miles de historias que nos enseñaron a ser rebeldes y a creer como John Wayne que: “el coraje no es otra cosa que estar muerto de miedo y ensillar el caballo de todas maneras”.