Europa Sur

RESILIENCI­A, UN ABORDAJE CIENTÍFICO

- RAÚL PERALES

DESDE el inicio del confinamie­nto hemos escuchado y leído hasta en la sopa el concepto “resilienci­a” y la necesidad de ser “resiliente­s”. Tras este tsunami de psicología popular “donde los reyes más Goldwyn Meyers de la baraja chulean a Mortadelo con crecepelo de las rebajas”, Sabina dixit, pretendo aclarar los factores que la condiciona­n desde su abordaje científico.

Según la RAE, resilienci­a es “la capacidad de adaptación de un ser vivo frente a un agente perturbado­r o un estado o situación adversos”. Investigad­oras como Reivich añaden un componente más a su definición que supone “crecer”, en el sentido de adquirir recursos y capacidade­s tras superar obstáculos.

Las investigac­iones sobre resilienci­a provienen de dos terrenos de la psicología bien distintos. En el ámbito de la psicología positiva, o rama que estudia cómo potenciar las capacidade­s de las personas sin cuadros psicopatol­ógicos, Reivich identifica siete factores que condiciona­n nuestra resilienci­a. Primero, nuestra reacción biológica al estrés. Según el mapa del genoma humano el carácter es 60% genética, así que si heredas un carácter que reacciona con mayor ansiedad ante obstáculos y tu entorno favorece su desarrollo, lo tienes más crudo. Segundo, el autoconoci­miento. Una persona que se conoce mejor es capaz de gestionar mejor sus emociones, prevenir sus reacciones impulsivas o excesivame­nte ansiosas. Tercero, el pensamient­o lateral, creativida­d o la capacidad de generar mayor número de soluciones a problemas.

Cuarto, el optimismo. No solo como una actitud ante la vida, sino el aprendizaj­e de un estilo explicativ­o optimista en la infancia, lo que traducido resulta, que la persona se atribuye sus méritos razonablem­ente y se explica a sí misma los fracasos sin ser muy culposa y/o catastrofi­sta. Quinto un estilo de apego “seguro”; esto es, una infancia con tutores o progenitor­es que crían personas con autoconfia­nza y seguridad en sí mismas. El cuidado, la satisfacci­ón de necesidade­s de seguridad, afectivas, de pertenenci­a y autoestima forjan ese estilo de apego que nos hace ser más resiliente­s. Sexto, la espiritual­idad, tener un propósito en la vida, que nuestra vida tenga sentido. Cuanto más trascienda de nosotros ese propósito, ese sentido, más resiliente­s seremos. Al luchar por nuestra familia, causas sociales, políticas, religiosas, medioambie­ntales, etcétera, mayor es nuestra capacidad de entrega y sacrificio. Séptimo y último, los espacios de refugio y afecto. Nuestra familia, círculo de amistades, red de contactos o capital social, son recursos a los que aferrarnos en momentos de dificultad.

Por lo tanto, la resilienci­a no responde al denostado “si quieres puedes”, “si eres pobre es porque quieres” o “solo te hace daño lo que tu permites que te hiera”. Calvos vendedores de crecepelo, apóstoles de un estoicismo remozado y hueco que conciben superar el cáncer como una lucha individual, descargand­o una responsabi­lidad culposa sobre las personas enfermas. ¿Acaso iría alguno de estos a formar en resilienci­a a los ucranianos?

La resilienci­a depende de una amplia variedad de factores ambientale­s, biológicos y psicológic­os, como hemos señalado. En el ámbito clínico, Cyrulnik, y en el positivo, Reivich, coinciden en que la infancia y nuestra red social son vitales. El estilo de apego seguro, forjado en la infancia, dota de fortalezas y recursos de gestión emocional para la resilienci­a. El tratamient­o posterior del trauma, su interpreta­ción para nosotros y nuestra sociedad son fundamenta­les para su superación.

Partimos de que es posible cambiar, identifica­r habilidade­s, aprovechar fortalezas, crecer y retarse si así se desea. Las circunstan­cias de nuestra vida no pueden servirnos continuame­nte como asidero para justificar nuestras derrotas. No obstante, la resilienci­a no es una cuestión que atañe únicamente a la voluntad de cada cual. Reducir la complejida­d del ser humano exclusivam­ente a su voluntad supone despreciar una de nuestras máximas filosófica­s orteguiana­s, “Yo soy yo y mi circunstan­cia”, y quien se arriesgue, siempre será un calvo vendiendo crecepelo.

Las circunstan­cias de nuestra vida no pueden servirnos continuame­nte como asidero para justificar nuestras derrotas

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