Europa Sur

ECOS DE KATYN

- LUIS SÁNCHEZ-MOLINÍ

UNO de los grandes mitos historiogr­áficos del siglo XX, y que continúa aún en nuestros días, es el del Ejército Rojo como una fuerza libertador­a que salvó a Europa de la zarpa nazi. Es evidente que Rusia derrotó a Alemania en la II Guerra Mundial (su aliada en la invasión de Polonia que desató el conf licto, nunca se olvide), algo que consiguió en parte gracias a las cantidades ingentes de material bélico que le suministró EEUU y a un absoluto desprecio por la vida de sus propios ciudadanos, que eran mandados al frente como hordas sin apenas armamento ni instrucció­n. Pero la victoria de las fuerzas armadas soviéticas no supuso ni mucho menos una liberación de Europa. Más bien fue al contrario: sometió a medio continente a más de cincuenta años de tiranía comunista que sólo se pudo mantener gracias a los tanques de Moscú, como se vio en Hungría o Checoslova­quia. Aparte está el catálogo de salvajadas (asesinatos, violacione­s masivas, pillaje...) que el glorioso Ejército Rojo cometió durante su avance hacia Berlín. Algún partidario de la justicia hammurábic­a dirá que los alemanes se lo tenían merecido después del rastro de muerte y desolación (por no hablar del holocausto judío) que dejaron en Europa oriental, pero estas prácticas de extermino y vejación del enemigo (que los rusos ya pusieron en práctica durante la durísima guerra civil que siguió al golpe de Estado

bolcheviqu­e de 1917) afectaron también a muchos otros países inocentes de las barbaries nacionalso­cialista y comunista. El ejemplo más conocido por todos son las fosas de Katyn, donde los soviéticos enterraron más de veinte mil personas ejecutadas sumariamen­te, la mayoría de ellas miembros de Ejército polaco, pero también intelectua­les que alimentaba­n el alma de este país europeo.

El comportami­ento genocida y el absoluto desprecio por los derechos humanos que el Ejército ruso está demostrand­o en Ucrania no es nada nuevo. Es más, está en el ADN de una fuerza que, tanto en los tiempos de los zares como en la larga noche comunista, ha demostrado servir más para la represión de movimiento­s civiles que para la guerra propiament­e dicha. Ahí están, por ejemplo, sus debacles en sus conflictos contra Japón, Finlandia o Afganistán. Bajo la excusa de la desnazific­ación (una vuelta de tuerca del más popular término antifascis­mo) las tropas rusas han renovado su viejo ritual de sangre. No es sólo Putin, sino una antiquísim­a inercia que tardará mucho en desaparece­r.

El comportami­ento genocida del Ejército ruso está en su ADN, como ya demostró durante la Segunda Guerra Mundial

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