Europa Sur

MAÑANA DE VIERNES SANTO

- JOSÉ JUAN YBORRA

PARA llegar a casa había que subir unas escaleras grises con barandilla­s de hierro y huellas de terrazo que se fregaban de hinojos con estropajos de esparto. En cada tramo, una ventana se asomaba a un patio de luces y conforme se subía se iba viendo la torre de la Palma: primero, el remate oscuro de la cruz; luego, el cuerpo de campanas, verde y siena; ya arriba, el reloj, que daba luz a las noches y banda sonora a los insomnios. Un balcón de ladrillo visto daba a la calle, con un arriate donde crecían concéntric­os brotes de azucenas que manos aún más blancas plantaron. Desde allí la ciudad se mostraba reducida, armónica y amable, a sotavento del levante y abierta a un poniente que alternaba la línea azul de la sierra con los húmedos velos de los temporales de entonces.

Las mañanas de Viernes Santo eran silenciosa­s, altas y claras. Desde la araucaria de los Bandrés a la espadaña de la Caridad se abría un cielo rosado y redondo, con estratos de algodón que amanecían morados e iban perdiendo profundida­d conforme el sol subía. No se oían ruedas, ni sirenas, ni voces, ni pasos a nivel. Todo parecía recogerse bajo tejas y azoteas de liquen y verdín. En la cocina de cuadrados azulejos y muebles de formica, las manos blancas disponían torrijas con miel sobre platos de cristal. Un olor denso a chocolate a punto de hervir subía desde un fuego de azules purgatorio­s y se sacaba el pequeño mantel y la loza fina de las grandes ocasiones. El televisor sufría el silencio de las vigilias impuestas y del aparato de radio huían los lentos compases de adagios en tempo muy lento. En abombados jarrones, calas del Cobre y lirios de Pelayo formaban ramos de púrpura y blanco sin cíngulos, sin túnicas, sin velas eléctricas y se hablaba en voz baja de oficios, sagrarios, de tiempos detenidos después de tantas primaveras. Las blancas manos dejaban reluciente­s los sufridos zapatos de los días señalados después de colgar la palma albina en el balcón para proteger la casa de rayos y maldades. Ramas de olivo se encajaban en los bordes y los marcos, creando bocetos de jardines verticales entonces impensados. Se planeaba la salida vespertina junto a campanario­s de verde siena, negras mantillas y urnas de oro y cristal, mientras otras miradas observaban de reojo los estrenos que el Sábado de Gloria sembrarían de bandas sonoras los adagios.

Volvieron a sonar las sirenas y las ruedas; el patio de luces fue tapiado con nuevas construcci­ones; volvieron los levantes y las calas del cobre… Sigue enhiesta la araucaria de los Bandrés y la espadaña de la Caridad volverá a sonar las altas mañanas de morados estratos, aunque las recordadas manos blancas no se cubran de miel ni vuelvan a plantar concéntric­os brotes de azucenas.

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