Europa Sur

UN PEQUEÑO CONSEJO

- ALEJANDRO TOBALINA

ALGECIREÑO: si tras un ejercicio de ref lexión extenuante decides montarte en ese tren tuberculos­o, que en seis horas de trayecto muere y resucita tres veces, para visitar Madrid, déjame advertirte una cosa. Diez años en esta ciudad me han servido para afirmar que es un lugar que ejerce sobre las personas un magnetismo que las obliga a volver con la misma ilusión con la que regresa uno al hogar que le vio nacer.

En Madrid no existe el foráneo y el madrileño es un prestidigi­tador que, con un juego de manos indetectab­le, te hechiza para hacerte creer que el parque al que te llevaban de pequeño tus padres no era el María Cristina, sino el del Oeste, y que las patadas al balón no las dabas en la plaza del ambulatori­o, sino en la de Olavide.

La capital es una de las mejores urbes del mundo. Sin embargo, algecireño, abstente de visitarla cuando llueve. Madrid es seca y el madrileño pierde toda la razón de su ser fuera de ese estado. Enrabietad­o, ajeno a la realidad, entra en un círculo de malas decisiones que desorganiz­an la ciudad más organizada del planeta.

Lo primero que hace es desconfiar de la excelente red de transporte público con la que cuenta la Comunidad. El motorista coge el coche y el conductor del automóvil circula con la misma intensidad que en un día soleado. Los atascos e incidentes son inevitable­s y las salidas de la autovía, anchas como campos de fútbol, se vuelven claustrofó­bicas.

Ante la falta de previsión, porque el madrileño, consciente de que vive en un estado de cuasi sequía, no consulta la meteorolog­ía, las escaleras del metro se llenan de olvidadizo­s de chubasquer­os, se llega tarde al trabajo y, claro, el urbanita, que tiene un dominio del espacio-tiempo maravillos­o, ya empieza el día de mala ostia porque la lluvia ha anulado su don.

Debido a la inexistenc­ia de grandes salientes en construcci­ones, los portales se convierten en los centros neurálgico­s de la espera. Y si tienes la suerte de transitar por una calle en la que algún edificio te da cobijo durante varios metros, siempre hay otro madrileño –sí previsor– con paraguas, que cree que el agua es ácido y que camina por ese espacio que solo permite pasar a una persona.

A uno, temiendo por su integridad física ante el acecho del monstruo protector contra el agua, no le queda más remedio que dar un paso al lado y empaparse unos segundos: “Tenga cuidado, señora, no se le vaya a mojar el paraguas”.

Sí, Madrid, ciudad perfecta, se vuelve torpe con la lluvia y otros fenómenos meteorológ­icos de cierta adversidad. Yo todavía creo que al Ayuntamien­to le habría sido más sencillo reparar los destrozos causados por una bomba atómica que los que provocó Filomena.

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