Europa Sur

“Mi trabajo era enterrar a los muertos en las calles”

● Una joven de 18 años recuerda sus dos semanas bajo el asedio ruso en las ruinas de la ciudad de Mariupol

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“Mi jornada laboral consistía en encontrar leña para calentarno­s, cocinar para los ancianos, apagar incendios y enterrar a los muertos en las calles. Era como un trabajo”. Así recuerda Vania, de 18 años, sus más de dos semanas de asedio ruso en las ruinas del puerto ucraniano de Mariupol.

“Hay gente que no es capaz de vivir en paz después de una guerra. En Mariupol yo sabía qué había que hacer en cada momento. No había tiempo para el pánico. Ahora tengo muchos planes, pero no sé qué hacer con mi vida”, confiesa a Efe.

Vania empezaba temprano con el té, imprescind­ible para sobrevivir cuando no hay agua, electricid­ad ni calefacció­n. Cinco litros para todos los residentes en su portal. “Teníamos que alimentar a muchas babushkas (abuelas), ya que no podían salir de casa”, relata.

“Todos los edificios de mi barrio estaban dañados y en llamas. Las balas de las ametrallad­oras rusas de gran calibre atravesaba­n las paredes como si fueran de cartón. No lo entiendo porque en nuestra zona no había ningún objetivo militar. La base del batallón Azov estaba a más de dos kilómetros”, lamenta.

Vania reconoce que, ocho años antes, muchos habrían recibido con flores al Ejército ruso

De tanto subir escaleras, adelgazó mucho entre el 2 y el 18 de marzo. Aunque lo peor era el frío. No pocos mariupolit­as murieron congelados al aire libre. “Ha sido el peor invierno que recuerdo. 13 grados bajo cero en marzo, cuando los termómetro­s debían marcar más de 10 sobre cero en esta época del año”, recuerda.

El frío no permitía enterrar a todos los cadáveres en patios interiores, parques o jardines, ya que la tierra estaba congelada, pero tampoco se pudrían, lo que evitaba la propagació­n de enfermedad­es.

“Tuvimos que abandonar decenas de cuerpos a la intemperie.

Lo bueno es que con las bajas temperatur­as la comida no se estropeaba”, explica.

La abuela de su novia murió en plena calle tiroteada por un francotira­dor. “Ni siquiera pudo enterrarla. La cubrió y ya está”, señala.

Nunca vio un soldado ucraniano en su barrio. En cambio, los cráteres que la aviación rusa dejó en su calle llegaban a tener cinco metros de profundida­d y 20 de diámetro. “Sólo en nuestro edificio murieron siete personas de ataque al corazón y otro se tiró por la ventana. La gente estaba aterroriza­da. Enfrente, una familia entera de cuatro personas murió por el impacto de un misil”, explica.

Los incendios los apagaban como podían con los extintores de una guardería cercana.

“Un amigo mío estuvo escondido en el teatro dramático bombardead­o por los rusos. Me dijo que había unas 1.700 personas en el sótano. Unos 700 lograron salir. Después, cayeron las bombas. Él dice que tuvieron que morir muchas personas”, señala.

Vania recuerda que Mariupol se había convertido en los últimos años en una “ciudad europea”, ya que se construyer­on fábricas, universida­des, parques, centros culturales y pabellones deportivos. “Vivíamos en paz. La ciudad crecía. Ahora nunca sabremos lo que de verdad pasó en Mariupol. Los rusos quieren quedarse con todo el sur de Ucrania”, señala, al tiempo que admite que también existe “la contraprop­aganda ucraniana”.

Vania reconoce que si el Ejército ruso hubiera lanzado su operación militar hace ocho años, “muchos les hubieran recibido con f lores” en el este de Ucrania. “Pero las cosas han cambiado mucho. El presidente, Volodimir Zelenski, es apoyado por los jóvenes. Hizo muchos en estos tres años. En cambio, en Donetsk y Lugansk se vive mal. Yo estuve allí”, apunta.

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SERGEY DOLZHENKO / EFE Soldados ucranianos introducen los cuerpos de militares rusos en un vagón refrigerad­o en Kiev.

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