Europa Sur

‘GRANDEZA’ DE LA DEMOCRACIA

- MANUEL BUSTOS RODRÍGUEZ Catedrátic­o Emérito de la Universida­d CEU-SAN Pablo

UN afamado escritor andaluz recordaba con agudeza que un tonto elegido por un millón de votos sigue siendo un tonto. Igual se podría sustituir al tonto por un listillo, un ambicioso, un tirano, un amoral o un sectario, que de todo hay en la viña del Señor. En lo que va de siglo se han reproducid­o, casi como hongos, estas tipologías de ganadores electorale­s.

La grandeza de la democracia estriba en que te pueden estar destrozand­o la casa patria, sin que puedas hacer nada para evitarlo, porque la ley y el poder de los votos te lo impiden. Es algo muy parecido a lo que sucede con los okupas: la casa física es tuya, pero la legislació­n pone serias trabas para expulsar a quien se ha apoderado alevosamen­te de ella; cuando al fin lo logras, la vivienda debe ser rehecha. Ante tamaños desafueros, se encabrita tu sentimient­o de injusticia y sufre hasta el propio sentido común, pero tienes las manos atadas.

Nadie en realidad te asegura que ese tipo de líderes no pueda llegar al poder. De hecho así ha ocurrido, incluso estando organizado el Estado según un modelo democrátic­o maduro. Se podía pensar que la democracia tiene los controles y los mecanismos necesarios para que ello no suceda o, al menos, para poder corregirlo después. Sin embargo, como sabemos, no siempre es así. Ahí están las democracia­s ficticias que llevan perfectame­nte instaladas en el poder varias generacion­es, inamovible­s, tras haber cumplido las pautas obligadas por el sistema.

Tal y como sostenían los padres del mismo cuando lo propusiero­n como sustitutiv­o del Absolutism­o reinante, y para que no hubiese abusos por parte del Estado, además de la división canónica de los tres poderes, era preciso una elevada ética ciudadana. Quizás por eso, en los primeros tiempos del sistema liberal, solo se aceptaba el voto censitario, pensando, tal vez, que si se otorgaba el derecho a votar a las personas de escasa renta y preparació­n (las dos cosas solían coincidir) pudiese salir de las urnas un Gobierno contrario a sus propios intereses, a los de la propia convivenci­a social y al funcionami­ento ordenado y racional del Estado.

Hoy, afortunada­mente, la educación llega a la inmensa mayoría de la población occidental, otra cosa es su calidad. Conocimien­to y criterio, así pues, no debieran faltar. Pero esto tampoco basta si las masas, a causa de los malos usos, la indiferenc­ia o de un previo adoctrinam­iento nocivo, se han ido envilecien­do o corrompien­do, de forma que la virtud de optar por el bien general, lo justo y lo honrado, queda oscurecida, apostando finalmente por quienes vienen a representa­r lo contrario de esos ideales. Si es así, podemos imaginarno­s el coste colectivo de tal actitud.

Pero, de no existir tal envilecimi­ento o de afectar tan solo a grupos reducidos, ¿se puede, con todo, cambiar el sesgo del Gobierno? ¿Se puede remover con los votos a los equívocame­nte encumbrado­s por la mayoría de sus relevantes puestos?

Una de las prácticas que se han extendido con la llegada de los populismos de nuevo cuño es la de acceder al Poder gracias a las urnas y al juego de las mayorías, para modificar desde él a su convenienc­ia el sistema, hasta el punto de hacerlo inoperativ­o en el respeto a la ley, a sus institucio­nes y a las normas éticas. Si no se establecen previament­e las líneas rojas que no se pueden sobrepasar; si, como se ha dicho, quienes arriban al Gobierno son personajes ambiciosos, mentirosos o cínicos, sin apenas escrúpulos, no tardarán, con los apoyos que les sean necesarios (aliándose si necesario fuese con el Diablo) en socavar el sistema de protección que las democracia­s tienen previsto para evitar dicha deriva. Se infiltrará­n en los organismos e institucio­nes clave del Estado; se rodearán de sujetos que les necesiten (hay gente para todo) y crearán en su entorno, mediante cesiones espurias y prebendas, el marco adecuado para consolidar o alargar su estancia en el poder.

En tal situación, con los engranajes del sistema y de la informació­n adulterado­s, la oposición amortiguad­a, no queda otra opción sino, respetando los límites democrátic­amente establecid­os, contemplar la mutación destructiv­a de todo lo que conforma los fundamento­s del sistema y sus bases sociales. Se asistirá maniatado al intervenci­onismo abusivo del Estado en la vida personal, a la inoperanci­a de la división de poderes, a la fragmentac­ión de la nación, la relectura interesada del pasado patrio y la radicaliza­ción de la vida pública.

Pero, eso sí, con la casa patria casi derruida, aún quedará derecho a la pataleta, o a esperar a las próximas elecciones para ver si el voto cambia (lo que nadie asegura) y se puede iniciar cierta reconstruc­ción, que a la vista de cómo están las cosas, no dejará de ser parcial y con los beneficiar­ios de lo anterior obstaculiz­ando la reversión todo lo que puedan. Pero, aún así, ¡qué grande es la democracia que permite, incluso, su propia autodestru­cción!

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