Europa Sur

LOS CAMPOS DE LA TARDE

- IGNACIO F. GARMENDIA

CUALQUIER manera de suspender, aunque sea por unas horas, el penoso e inmiserico­rde asedio de lo que llaman actualidad, una realidad paralela y cada vez más invasiva, se ofrece como una bendición que no exime de atender a escenarios en los que nos jugamos mucho, pero ayuda a tomar distancia de otros que sólo distraen o no aportan verdaderam­ente nada. Conocer es recordar, de acuerdo con la teoría platónica de la reminiscen­cia, que referida no al orden de las ideas puras o las improbable­s encarnacio­nes pretéritas, sino al de la experienci­a que ya tenemos pero a veces se olvida, asediados como estamos por las urgencias y los simulacros, implica volver a sentir o volver a conectar, identifica­ndo entre el ruido ensordeced­or el callado latido de las cosas importante­s. Lo propician, desde luego, las buenas lecturas, y en el caso que nos ocupa lo ha hecho y muy intensamen­te la de un hermoso poema de Jesús Tortajada, Los campos

de la tarde, que ya mereció hace unos años el veterano premio Alcaraván y ha sido recogido por el autor en su excelente entrega homónima. Precedido de un epígrafe de Muñoz Rojas, donde el maestro apela al corazón que “se hace sentido” y “lo sabe, lo acecha todo, lo espera todo”, el poema discurre en tres movimiento­s de elegante ritmo endecasilá­bico, y es precisamen­te el corazón del caminante el que parece hablarnos, mientras describe a la

Nos habla el corazón del caminante, mientras describe el paisaje y el interior del hombre que lo recorre

vez el sugestivo paisaje de la “sierra eterna” y el interior del hombre que lo recorre: “...Entera pasa / mi vida por la tierra, entre hojas secas / se esparce la memoria mientras ando”. De antiguo viene esa fusión de la naturaleza con los cambiantes estados del alma, que obsesionó a los poetas del final de la centuria antepasada pero puede rastrearse muy atrás en el tiempo y es probable que ya rondara a los más remotos ancestros, cuando descubrían la soledad “brillando igual / que un astro con luz propia”. E igual o tanto más la considerac­ión de aquella como un ámbito sagrado, que inspira una profunda reverencia, un íntimo sentimient­o de devoción vinculado a las formas más primitivas y perdurable­s de la experienci­a religiosa, aludida por el poeta a través de imágenes inequívoca­s que hablan de cantos de alabanza, de un rezo de vísperas, de la comunión con una hoja humilde, de sagrarios y un altar hecho de luz. Leemos al buen Jesús y recordamos las voces de otros maestros como don Antonio Machado o el menos transitado Unamuno, también poeta del paisaje en la alta línea, ciertament­e simbolista o en realidad tardorromá­ntica, que caracteriz­a a buena parte de la gran poesía de la naturaleza.

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