Europa Sur

CIUDAD DIVINA

- VICTOR J. VÁZQUEZ

SU autor, Juan Claudio de Ramón, lo ha llamado Roma desordenad­a pero el magnífico libro que él ha escrito se puede leer como una teología fragmentar­ia y postmodern­a de una ciudad que desafía a quien quiera negar la existencia de Dios. Trasportad­o por su lectura a Roma y al propio dilema de la divinidad, he recordado una de esas manifestac­iones de la trascenden­cia que la casualidad nos ofrece. Pasé un tiempo en Roma en el que casi diariament­e quedaba con el periodista Maurizio Galli, mi particular Virgilio, en el bar San Calisto, situado a escasos metros de Santa María del Trastevere. El San Calisto, uno de los establecim­ientos mejor filmados del cine italiano, es el bar arquetípic­o donde los hijos de la bonanza no tan cínicos como para escribir, por mala conciencia, poesía social, acuden a beber Peroni a morro y a recrear una bohemia que les fue esquiva, la vida no vivida, en este caso, a través de los múltiples cuadros que adornan sus paredes con retratos de ídolos populares, heroicos y pasados. Hay entre ellos uno, cerca de la caja, que llegó a cautivarno­s irracional­mente. Se trata de una rarísima foto de Muhammad Ali ya treintañer­o, a torso entero y autografia­da en su margen derecha. Lo cierto es que nuestras tardes en el San Calisto casi siempre derivaban en una doble discusión. La primera, si la gran musa de Roberto Rossellini fue, como

Sólo en el desorden romano, como explica la teología de Juan Claudio, se ordenan todos los Dioses con Dios

Galli defendía, Ana Magniani, o si, por el contrario, lo fue mi venerada Ingrid Bergman, aquella sueca que, como con precisión poética afirmó su hija mayor, se fue a Italia a follar con un señor italiano, para despecho del mundo y gloria del séptimo arte. Nuestro segundo dilema, ya con el ef luvio de la Peroni en f lor, era el de si trazar o no una treta para hacernos con aquel Ali al que rendíamos culto. Sin embargo, ambas disyuntiva­s las resolvió el azar una noche que se alargó, y en la que ya con el Calisto cerrado al público, le preguntamo­s al viejo señor que hasta hoy custodia su caja por cómo llegó aquél Ali a esas paredes adornadas por antiguos ídolos del calcio y del comunismo italiano. Me lo regaló Isabela Rossellini, que es amiga mía. Ali se lo regaló a Isabela y a su novio de entonces, Martin Scorsese, en el hotel, tras su tercera pelea con Ken Norton, en el estadio de los Yankees. Y es así como supimos que la Bergman ganó su destino en la aventura y que Ali estaba donde tenía que estar, porque sólo en el desorden romano, como explica la teología de Juan Claudio, se ordenan todos los Dioses con Dios.

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