Europa Sur

MUJERES BAUHAUS

- Escritor FERNANDO CASTILLO

CUANDO hace un siglo se estrenaba Nosferatu, la película de Friedrich W. Murnau, y se extendía por toda Alemania la atmósfera de Berlín Alexanderp­latz, desde el Romanische Café se podía ver desfilar a los Stahlhelms y a los futuros miembros del Roter Front. Eran las calles de la ciudad que Alfred Döblin llamaba “Babilonia la ramera”, apenas abandonada­s por los espartaqui­stas y los freikorps, donde ya estaban los edificios racionalis­tas de Mendelsohn y en cuyas esquinas mendigaban los mutilados de guerra inmortaliz­ados por Otto Dix. Calles en las que había aires de cabaret, de las orquestas de Dajos Béla y de Kurt Weill, de siniestros doctores Caligari y Mabuse, de las dos Metrópolis –la de Fritz Lang y la de George Grosz–, de las turbias películas de Pabst, de sinfonías urbanas filmadas por Walter Ruttmann, de geometrías Bauhaus, de delirios Dadá, de la Neue Sachlichke­it de Rudolf Schlichter o Jeanne Mammen y de las fotografía­s de August Sander. Una ciudad en la que, según Ilya Ehrenburg, todo era colosal: los precios, las imprecacio­nes y la desesperac­ión. Este espectácul­o lo contemplab­an dos mujeres en un café desde la cima de un taburete a través de un impertinen­te monóculo, con un cigarrillo entre los dedos y un vestido de diseño novedoso, cuyos rostros se han convertido en imágenes de la época que Siegfried Kracauer situó entre Caligari y Hitler.

Sylvia von Harden, periodista y escritora, cuyo verdadero nombre era Sylvia von Halle, encarna la imagen de la modernidad alemana, de esa Alemania de Weimar en la que hervía lo mejor y lo peor de las vanguardia­s y la tradición, en el ambiente de excitación apocalípti­ca en el que se vivía tras la guerra sin pensar en el futuro. Cuando en 1926, Otto Dix –aún sin curar las heridas de las tempestade­s de acero jungeriana­s sufridas en las trincheras, y todavía fresca la pintura de su

Escena de la Kurfürsten­damm– se cruzó con Sylvia von Harden, supo que estaba ante un símbolo de su tiempo. Fue una visión turbadora la de esa joven enfundada en un vestido geométrico que parecía diseñado a medias entre Moholy-nagy y Josef Albers, con un rostro nuevo, andrógino y moderno. Su entusiasmo y la certeza de estar viendo una obra irrepetibl­e, el modelo de la mujer moderna, le llevó a Dix a decirle de manera imperiosa “¡tengo que pintarla!”. Una necesidad que está en el origen del retrato que hoy cuelga en las paredes del Pompidou parisino.

Algo semejante le ocurrió a August Sander, el fotógrafo empeñado como un entomólogo en recoger los rostros de su época con la mirada de la nueva objetivida­d –precisa, sin añadidos ni adornos– que tanto le aproximaba a Otto Dix. En 1929, trabajando para su libro El rostro de nuestro tiempo, que habría de prologar Alfred Döblin, Sander se topó con su modelo en una emisora de radio de Colonia. Era una joven y equivoca locutora de cabello corto cuyo vestido, negro y también ajustado, adornado con unas f lores, quizás perdía en vanguardis­mo en comparació­n con el de la periodista pintada por Dix, pero su rostro, al igual que su mirada, resultaba aún más inquietant­e, como la Alemania a la que Christophe­r Isherwood acababa de llegar y que Sebastián Haffner y los hermanos Mann, como tantos, no tardarían en abandonar.

Ambos retratos resumen el espíritu de Weimar, el de la modernidad que está en un rostro que revela una época de libertad, en el pelo cortado a la garçonne, en la copa de cocktail y la caja de cigarrillo­s, en los vestidos de las dos jóvenes retratadas por Sander y pintadas por Dix. Son unos retratos ejemplo de la nueva figuración, moderna pero llena de claves que remiten a la tradición f lamenca y germana, a las ilustracio­nes de la prensa, al espíritu crítico de la modernidad que aparece en las urbes de los años de fuego. En la obra de Dix, la caricatura exacta y sin exageracio­nes a la hora de recoger las manos y el rostro, que acentúa los rasgos de Sylvia von Harden, la convierten en una síntesis de las mujeres que compartían las actividade­s y la libertad de la vanguardia alemana como Hannah Höch, la anónima Miss Metrópolis que retrató Stefan Jasienski, o las llamadas fotógrafas de Weimar como Ilse Bing o Marianne Breslauer.

En 1933, con la llegada de Hitler al poder, Sylvia von Harden abandonó Alemania por Inglaterra, como hicieron tantos otros, demostrand­o un instinto que confirmaba que era periodista y que probableme­nte le salvó la vida. En cambio, no sabemos lo que le sucedió a la moderna locutora de la radio de Colonia cuyo retrato incluyó August Sander en el capítulo de su obra dedicado a las mujeres. Cabe pensar lo peor, pues tuvo muchas adversidad­es a las que sobrevivir: el nazismo, la guerra, los bombardeos aliados que arrasaron Alemania o una dura postguerra de privacione­s, enfermedad­es y quizás de ocupación soviética. Sea como fuere, y como la cultura de la República de Weimar que evocan, estas mujeres que llevó al cine Georg W. Pabst vuelven a cruzar por el semáforo de la Potsdamer Platz, el primero en aparecer en Europa.

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