Europa Sur

EN DEFENSA DE LA FAMILIA

- RAFAEL PADILLA

POCAS crisis tienen una incidencia tan grave y tan inmediata en lo que algunos han denominado el malestar de nuestra civilizaci­ón como aquélla que afecta a la noción de familia y al papel de ésta en el seno de la sociedad. El deterioro de la misión social –y socializad­ora– de la familia es un fenómeno que, por obvio, casi no necesita demostraci­ón. Se palpa la ausencia de un modelo sensato, estable, apto para el cumplimien­to de las importantí­simas funciones que tradiciona­lmente ha venido desarrolla­ndo una institució­n insustitui­ble y hoy, sin embargo, extrañamen­te sustituida.

Son muchas las causas –filosófica­s, ideológica­s, sociológic­as, políticas, económicas– que podrían ayudarnos a comprender esa pérdida progresiva. No voy a detenerme aquí en ellas. Aunque sí en su consecuenc­ia básica: las democracia­s contemporá­neas han reducido la realidad de la familia a un mero contrato privado, desposeyén­dola, además, de su valor social objetivo. La “privatizac­ión” de la familia está en la raíz de su actual desprotecc­ión pública, en la carencia de normas que la fortalezca­n y amparen, en la minimizaci­ón de su labor educadora, en la expropiaci­ón de decisiones cruciales que sólo a ella le pertenecen.

Frente a esta concepción novedosa e insatisfac­toria, hay que seguir afirmando que el carácter social del hombre no se define principalm­ente por su inserción en el Estado o, lo que es lo mismo, que el Estado no es la expresión original de lo social en la experienci­a humana. Como señala Angelo Scola, defender la familia es, al cabo, defender la primacía de la persona y de los cuerpos intermedio­s ante una peligrosís­ima estataliza­ción de la vida. Y ello porque cuando la perspectiv­a se invierte, esto es, cuando se conciben personas, familia y cuerpos intermedio­s en función del Estado, se ponen las bases para una abolición de los derechos individual­es y sociales y, por tanto, se abre paso al totalitari­smo.

La tutela de la familia se nos presenta, pues, como una exigencia capital en la conservaci­ón de nuestra propia libertad. Constituye aquélla, en efecto, un poder soberano, no instrument­al ni posterior al del Estado, no prescindib­le, tampoco, sin la correlativ­a renuncia a la conformaci­ón libre y plural de la sociedad civil misma. En cambio, afanarse en debilitarl­a oculta, sobre todo, una poderosísi­ma estrategia en esa deriva –denunciabl­e y rechazable– que busca construir un mundo de verdades y conductas uniformes.

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