LIBROS PARANORMALES
ESTAMOS en días ideales para viajar al sitio que queramos y vivir peripecias insospechadas a cambio de tan leves precio y esfuerzo como el de pasar páginas a la orilla del mar sentado en una butaca de playa (dicen que cuando uno cambia la costalada en la toalla sobre la arena seca por la sillita de tubos y poliéster es que ya ha entrado en la segunda madurez). Es época de leer, y de hacerlo de despreocupadas maneras, y hay quien tiene el soberano gusto de olvidarse de las novedades y volver a libros de cabecera que, fidelísimos y eternos, mantienen su promesa de encantamiento después de años postergados en un anaquel. Nos recomendamos unos a otros en directo o por internet tal o cual novela o ensayo, quizá con una foto de su carátula en un primer plano casero, con un rompeolas detrás, o bien una piscina de resort o privada donde el veraneante lector desnuda su cuerpo al sol.
Como si fuera un proyecto de novela psicológica, me sucedió anteayer que volví a dar las tres mismas recomendaciones de lectura veraniega que ya había dado el verano pasado, ¡y a la misma persona! Tras la sorpresa al alimón del recomendante y el recomendado, aduje, consolándome apenas, que la reiteración se debía a que mi criterio acerca del posible interés lector de mi amigo permanecía sólido un año después. Pero qué va, fue otra cosa. Y no fue un patinazo de la memoria. Fue algo mucho más extraño: los tres libros que le sugerí estaban ahora encima de la mesa baja frente a la que charlábamos de esto y de lo otro. Un escalofrío enervó mis antebrazos: era mi casa, era mi mesa y eran mis libros. Pero yo no los había llevado hasta allí, en absoluto recordaba haberlos puesto donde estaban en algún momento de –pongamos– el último mes, ni entrecalarlos, como estaban, entre la pila de libros de variable pelaje que suele ir mutando sin mucho sentido junto a una butaca o en una mesilla de noche.
He puesto un email a Iker Jiménez contando esto mismo. A la espera de su respuesta, diré que las obras transmigrantes son Lo bello y lo triste, de Kawabata, que me regaló Charo Ramos y fue novedad en 1961; el también maravilloso Relatos que Anagrama hizo con textos de Lampedusa hace sólo dos años, y el atragantado pero a veces apabullante por su destreza Berta
Isla, de Javier Marías, que antes de teletransportarse a aquella mesa había quedado –y quedará– con el marcador en un tercio de sus incontables páginas. Quizá ellos vuelven porque creen que no los leí bien en su día. No lo sé. O porque saben por sus propias redes de contacto que mi amigo no los leyó en agosto de 2021.
Volví a dar las tres mismas recomendaciones de lectura veraniega que ya había dado el verano pasado