Europa Sur

LOS CAMINANTES

- BRAULIO ORTIZ

HACE seis años, me lo recuerda un aviso en el Facebook, me encontraba ante el Caminante sobre un mar de nubes de Caspar David Friedrich en una visita a la Kunsthalle de Hamburgo. Entonces contemplé aquel cuadro arrebatado, feliz; sentía que me topaba con un viejo conocido, por tantas veces que me había cruzado a lo largo de mi vida con aquella estampa, pero a las reproducci­ones a las que había accedido antes en las cubiertas de los libros o en las postales se les escapaba el lirismo, la extrañeza, la fuerza que contenía aquel original. Como toda obra de arte, el lienzo no se agotaba en una sola visión: por momentos aquella figura de espaldas frente a la inmensidad de las montañas y el cielo representa­ba la vulnerabil­idad, el desabrigo del hombre frente al misterio de la naturaleza; después, de la pintura se extraía una lectura diferente, y ahora la sensación era que esa silueta, erguida sobre la roca, incluso con un ademán de soberbia, se hallaba en una embriagado­ra comunión con el mundo, un diálogo de tú a tú, de hijo bien avenido, con los dioses. Como contaba el otro día la amiga Pilar Vera de su paso por el Mont-saint-michel, uno se preguntaba allí por el enigma de lo sagrado.

Permítanme que dejemos aquel museo y nos traslademo­s a una realidad más prosaica. Imaginemos que el individuo al que retrató Friedrich vive hoy, y asumamos que, tal

Quienes no conducimos comprobamo­s por estas fechas la deficitari­a red de transporte público que tenemos

vez, ese tipo habría perdido su condición de paseante, que se habría desplazado hasta aquel paraje en su automóvil, pese a los precios de la gasolina, pese a lo escarpados que resultan algunos caminos rurales si viajas subido a cuatro ruedas. Perdonen que les plantee semejante profanació­n, pero estos días he pensado mucho en una historia: que al presente no le interesa la gente que quiere seguir caminando, lo demuestran los gestos de asombro cuando los que no tenemos carnet de conducir confesamos nuestra realidad. Y quienes no nos vemos al volante, los que nos sabemos incapacita­dos para el tema, comprobamo­s por estas fechas, a la hora de organizar las vacaciones, la muy deficitari­a red de transporte público que tiene este país. Ah, amigo, si no tienes coche, ese destino te está vetado, o llegarás a él tras horas de rodeos en un autobús de mala muerte. El entorno parece insistirte: no seas bobo, cómprate un cochecito, hazte un seguro, alquila un garaje. Pero los que habitamos las ciudades caminando no queremos renunciar a la liturgia, y conservamo­s en nuestra memoria un consejo que se dio a sí misma Aurora Luque en sus versos: “Amarás una lentitud nueva cada día”. Eso buscamos.

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