La niña del pelo rojo
Renacimiento reedita los dos volúmenes de memorias de Norah Lange, en los que la escritora argentina recreó su infancia y otros momentos o impresiones del pasado con un raro lirismo
Se ha vuelto habitual decir, de nuevo ahora con ocasión del L aniversario de su muerte, que el nombre y la obra de Norah Lange han sido eclipsados por las figuras mayores de Borges y Oliverio Girondo, amigo, medio primo y quizá pretendiente el primero, compañero y después marido el segundo, pero es difícil no hablar de ellos –y del resto de sus compañeros de avanzadilla– a la hora de abordar la trayectoria de quien fuera una de las mujeres más destacadas de la primera vanguardia argentina. Integrante de la generación martinfierrista, Lange publicó su primer libro de poemas,
en 1925, pero ya antes había colaborado en las revistas del grupo –por los tiempos en los que, como apuntó su prologuista el mismo Borges, “amanecía el ultraísmo en tierras de América”– y seguiría estando muy presente, con dos nuevas entregas y a través de las antologías del periodo, en el efervescente panorama de la década. Es verdad que la “Verónica del arte nuevo”, como la llamó Cansinos, formaría estrecho tándem con Girondo, hasta el punto de que un coetáneo pudo hablar de “Noroliverio” para referirse a la pareja, pero resaltar estos vínculos no implica menosprecio de su figura, reivindicada junto a las de otras pioneras latinoamericanas de la edad de los ismos.
Lejos de la pasiva condición de tan rutinariamente adjudicada a muchas autoras de la época, Lange tiene una obra valiosa que va más allá de la poesía de juventud, de la que acabaría por distanciarse, se extiende a la narrativa –cuentos y novelas– e incluye un celebrado libro
de memorias,
(1937) y continuación
(1944), ambos rescatados por Renacimiento en edición de Inmaculada Pérez Parra. Hija de padre noruego y madre con doble ascendencia noruega e irlandesa, Lange pertenecía a una familia acomodada de Buenos Aires que en 1910 se trasladó a vivir a la Colonia Alvear, provincia de Mendoza, donde el padre, un ingeniero que trabajaba en la Comisión de Límites entre Argentina y Chile, ejerció como administrador. Tras la muerte de este en 1915, su viuda e hijos volvieron a la capital, a la casa de la calle Tronador que pasaría a la historia literaria –en la novela
(1948) de Leopoldo
su
cual debe añadirse una premisa obvia. Si se da esta profusión de filibusteros, bucaneros y piratas en aguas de la corona española, es porque tales países también buscaban participar en el comercio y la explotación del Nuevo Mundo. Y el modo que hallaron de entremeterse en él fue este del corso y el saqueo de las ciudades costeras. Quizá la imagen más popular de aquella actividad pirática fuera la turbulenta fraternidad bucanera que se obró en la isla de la Tortuga. Lo cual suponía ya tanto una modesta escala en como el reconocimiento de una realidad comercial, ajena al monopolio de las Indias Occidentales.
En su excelente
el historiador inglés Felipe Fernández-armesto y el español Manuel Lucena Giraldo dan noticia cumplida y minuciosa de la extensión y racionalidad de las fortalezas hispanas, así como del daño ocasional que la piratería inf ligió al curso comercial de ultramar. Que el XVIII-XIX romantizara la figura del pirata –véase nuestro Cadalso–, no era sino una forma de celebrar el arbitrio señero del individuo y no tanto la execrable violencia de sus desmanes.
Los bucaneros de la Indias Occidentales en el siglo XVII. C. H. Haring. Renacimiento. Sevilla, 2022. 368 págs. 21,90 euros